Columna Carmela III
Relatos psicológicos
de una adolescente aparentemente de manual.
El secreto
Hoy comienzo con un relato que mi abuela
Rafaela Juana repetía sin cesar en la galería de su casa de campo, y dice así:
“La
vieja se la pasaba abajo del árbol
cuidando con una escopeta los higos, y los mocosos
no sabían cómo robarlos, entonces un
día se pusieron unas sábanas blancas y se paseaban por las pircas y uno decía:
- Ánima de la antera, subite y trepá la
higuera.
Y el otro contestaba:
-Antes cuando estábamos vivos, comíamos de
estos higos, ahora que estamos muertos, comemos pan revuelto...
Y la
vieja salió cagando y le morfaron todos los higos”. Fin.
Creo que ha cavado hondo esa historia entre
los primos, voy a relatarles antes sus ojos, que espero no pequen de
juzgadores, sino de sanos espectadores, para que puedan disfrutar de este
secreto que procederé a contarles.
Una
noche del verano de hace unos cuatro años atrás, habíamos quedado en juntarnos
después de la cena en la plaza del pueblo, con el fin de cantar unas canciones
al son de la guitarra a la que tan desprejuiciadamente uno de mis primos
mayores se atrevía. Esa noche algo andaba mal, no se bien si se debía a esas
raras percepciones que siempre azotaban mi mente, y que a veces son tan
precarias y producto de mi traviesa y fluctuante imaginación, o bien,
vaticinaba con crédito los sucesos que devendrían en la posterioridad más
próxima. El caso es que fuimos llegando de a poquito, como acostumbrábamos cada
noche de verano, en el orden en que cada casa se estilaba a cenar, por ejemplo:
La familia que primero cenaba era la de los BT, que cumplían su estadía
vacacional en la casona central de la manzana, propiedad de mi abuela R, por arreglo
con el resto de los hermanos, la primer quincena de enero todos los años.
Casualmente en aquel momento que en breve relataré, esta familia no se
encontraba ya ocupando la casa, pues estábamos en febrero, y el turno le
correspondía a la otra tía, la de Buenos Aires, la madre de Castaña.
A
propósito de mi tía, cabe contar que fue ésta quien me enseño que a mi cara le
sentaba mejor sonreír. Ella siempre decía que sonreír te hacia más linda. Y es
verdad. Hay una tremenda diferencia en mi cara entre el gesto de seriedad y la
sonrisa. Cuando no sonrío me veo de una forma rígida, dada por mi pequeña boca de labios finos, poco generosa,
tímida y sin gracia. Ahora cuando aparece la mueca de sonrisa todo cambia en
mí. El semblante se llena de luminosidad y hasta parezco más bonita. Tal vez lo
soy. No estoy segura. Dado que creo que una chica bonita lo es seria o riendo,
de frente o perfil. Y en mi caso también falla ahí. Mi perfil no es para nada
amable según mi óptica. De frente resulto más armónica. Mucho más. No sé cuál
es el ideal de belleza que subyace a nuestras percepciones, pero sospecho que
tiene que ver con las proporciones simétricas de las figuras, algo de física
hay en este tema que no tiene que ver con cánones impuestos socialmente. Algo
inconsciente. Algo hasta prehumano.
Creo que conocerse en la adolescencia pasa por ir descubriendo esos ángulos
propios en los que una se gusta más. O menos. Y pienso que lo mismo sucede con
la vida.
Una
adquiere tips para sentirse más linda. Así aprendí a sonreír. No por otro
motivo. Tal ve quisieran que les diga que sonrío porque la vida es bella, pero
no. Sonrió para verme más bella, así de narcisista puedo ser. Aunque en
definitiva, verme bella hace la vida más bella…
Volviendo
al entramado de suspenso en que los metí, prosigo con el cuento. El caso viene
por otro lado. Yo no cenaba en casa de mis padres por esos días, pues
acostumbraba a instalarme sin reparo alguno, y con esa ausencia de pudor
característico de mi familia ampliada, en la casona central ya mencionada, la
de mi abuela. La que queda en el corazón de la manzana familiar, centro
neurálgico de los acontecimientos. ¿Vieron que hay casas donde pasan cosas, y
otras que permanecen inmutables a través del tiempo? Como si sus habitantes no
vivieran salvo cuando se los ve. Bueno, la casa de mi abuela es de esas donde
suceden cosas. Y cosas fuertes…
Insisto
en esto de la cena y sus formas porque llegaba a convertirse adentrado el
verano en un ritual cuasi-mágico, al punto que a veces aparecían verduras en su
máximo punto de cocción sin siquiera haber pasado por una llama, es más, sin
haberlas adquirido en la verdulería… Sucedían cosas extrañas por entonces, con
decir que una vez hasta encontramos una sandía enorme en el “quincho” de
aquella casa, y sin explicación alguna de su paradero procedimos a comerla… el
efecto fue desastroso, ya que la misma pertenecía a un tío abuelo, cuya casa
quedaba a la vuelta de la nuestra, y quien había dedicado todo un verano a
cuidarla. Pero era así, las cosas desaparecían de su lugar de origen y
aparecían en la casa de mi abuela, o por ahí cerquita.
Nosotros
éramos algo así como" los visitantes", observados, a mi entender,
como seres que de rompe y raje aparecían con el solsticio de verano y se
esfumaban a fines de febrero, con suerte seguíamos hasta un 8 de marzo.
Fue
así que como quien no quiere la cosa, la juntada se fue armando como todas las
noches. Primero llegaron unos cuantos de los primos mayores, quienes entablaban
ya relación con pueblerinos vecinos y propios; es decir, ya habían conformado
un grupo bastante heterogéneo de gente. Y de gustos bien variados, sobre todo
de helados… ya verán.
El
evento que nos congregaba esa noche era la previa del cumpleaños de EE, quien
en vísperas de sus 14 años nunca imaginó que terminaría siendo un fugitivo de
la justicia comunal, y menos aún que la causa del delito sería la contraparte
de una jugarreta entre primos, bueno, entre primos y algo más.
Les
traigo el relato nuevamente para no jugar con su ansiedad queridos lectores,
estimo que muchos de ustedes estarán pensando cuándo aparecerá la figura que
los identifique… porque sepan que aquí ninguna similitud con la realidad es
mera coincidencia….
Eran
eso de las once de la noche, juntábamos en la explanada cerca de 20 personitas
de variadas edades que oscilaban entre los 9 y los 17 años, importante es
destacar que no había gente ya
imputable… Dato no menor, dado cómo se desarrollaron los acontecimientos.
Lo
inimputable, además, de esa noche fue el
exceso de helado que había por doquier, cuando me asomé al mástil central de la
placita vislumbré cerca de cinco cajas de diferentes gustos, ¡Epa, que me
entusiasmé! Jamás había gozado de tanta licencia para comer esa delicia que es
el helado, y sobre todo el helado que uno no pagó. Para el caso daba lo mismo
de quien era, pues nadie preguntó respecto su procedencia, transformándonos uno
a uno en cómplices de lo que se desencadenaría después.
Era
otro día ya, amanecíamos casi todos los días a eso de las 11 am. en casa de mi
abuela. Empezaba el día, recuerdo esto con tanta emoción, sentada junto a mis
primas, que eran muchas, en la mesa de mármol situada fuera de casa, entre dos
grandes paraísos que daban una sombra casi circular cubriendo la mesa. Era tan
reconfortable desayunar allí; llegaba Dorotea, gran amiga de mi abuela y la más
leal de las señoras del pueblo, con su jarra siempre llena de té, que dejaba
caer en las grandes tazas vidriadas de color marrón medio cobrizo. El té no me
gustaba mientras vivía en la ciudad, me parecía sumamente aburrido, pero en
aquel lugar todo tomaba otro sabor, y yo disfrutaba de esa infusión en demasía,
que acompañado por los enormes criollos con manteca y dulce hacían de mis
desayunos los momentos más inspiradores del día. Pero aquella mañana de verano
tomó un extraño color.
Levantada
ya y pasada mi primera hora de introspección en al que sólo hablaba conmigo
misma, me acerqué al resto de la familia que se había congregado en el quincho,
inquieta por cierto murmullo indómito que invocaba al gentío. Pregunté qué
estaba sucediendo y con mis diez años y poca autoridad no obtuve respuesta
alguna, pero mi intuición, aunque incipiente, ya era de lo más fuerte y poderosa como para prever lo
turbio de un asunto que sobrevolaba por las narices fruncidas de los tíos allí
reunidos.
El
caso es que el helado disfrutado, gozado, comido en cantidades siderales como
jamás volvería a ser en mi vida, no era nuestro.
Como
tampoco la sandía que mencioné y que con atrevimiento y hambre devoramos una madrugada.
Tampoco
eran nuestras las uvas, ni los tomates, ni los choclos, ni los zapallitos que
juntábamos con tanta impunidad por los campos de alrededor. Pero ¿saben qué?
Nunca comí un helado con tanta felicidad. Creo que era la felicidad de saber
estar haciendo lo prohibido, pero escudada en la supuesta ignorancia de su procedencia.
Sucedió
que esos helados pertenecían a la primera
heladería del pueblo, que consistía en cuatro paredes con una superficie de dos
por dos, y puerta mitad madera, mitad aire…
suficiente para tentar a un grupo de niños veraneantes a transgredir ese
espacio de aire, y con él la ley.
Con diez años y ya al
margen de la ley. Ese es mi secreto. Mi mancha. Mi pasado condenado.
Oh, quería yo llevar un
prontuario impoluto, no pudo ser.
Algo
similar a lo de la vieja que fue asustada por los mocosos, como conté al comienzo
de este relato, sucedió con los helados. Sólo que la invisibilidad de la dueña cuidando sus
ricuras facilitó el camino a los pequeños ladronzuelos. Pues, solo había mocosos jugando con la ley
sin conocerla.
Mi reflexión al respecto es la
siguiente. Si hubiera seguido mi pálpito hubiera dicho que no, y no hubiese sido
cómplice del delito cometido por la pura gula. Pero justamente sucedió eso, me
deje llevar por el instinto y dije que sí, comí y comí sin parar de cuanto pote
de helado caía sobre mis manos, sin pensar siquiera un segundo sobre el hecho misterioso
de que pudiera haber tanto en poder de niños.
La gente dice que de lo único que se arrepiente
es de no haber hecho ciertas cosas, yo disiento absolutamente con ese
pensamiento. Yo de lo que no me arrepiento es de los no. Los sí… dejan mucho
que desear.
Entonces revuelvo en mi conciencia al
respecto y veo que los no que dije me trajeron paz. Aprender a decir no es el gran
desafío de la humanidad temprana, eso me preparará para una adultez sensata
pienso. Mientras… me lleno de sí equivocados.
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