sábado, 29 de noviembre de 2014

Columna Carmela III
Relatos psicológicos de una adolescente aparentemente de manual.
El secreto



Hoy comienzo con un relato que mi abuela Rafaela Juana repetía sin cesar en la galería de su casa de campo, y dice así:
La vieja se la  pasaba abajo del árbol cuidando con una escopeta los higos, y los mocosos no sabían cómo robarlos,  entonces un día se pusieron unas sábanas blancas y se paseaban por las pircas y uno decía:
- Ánima de la antera, subite y trepá la higuera.
Y el otro contestaba:
-Antes cuando estábamos vivos, comíamos de estos higos, ahora que estamos muertos, comemos pan revuelto...
 Y la vieja salió cagando y le morfaron todos los higos”. Fin.

Creo que ha cavado hondo esa historia entre los primos, voy a relatarles antes sus ojos, que espero no pequen de juzgadores, sino de sanos espectadores, para que puedan disfrutar de este secreto que procederé a contarles.

Una noche del verano de hace unos cuatro años atrás, habíamos quedado en juntarnos después de la cena en la plaza del pueblo, con el fin de cantar unas canciones al son de la guitarra a la que tan desprejuiciadamente uno de mis primos mayores se atrevía. Esa noche algo andaba mal, no se bien si se debía a esas raras percepciones que siempre azotaban mi mente, y que a veces son tan precarias y producto de mi traviesa y fluctuante imaginación, o bien, vaticinaba con crédito los sucesos que devendrían en la posterioridad más próxima. El caso es que fuimos llegando de a poquito, como acostumbrábamos cada noche de verano, en el orden en que cada casa se estilaba a cenar, por ejemplo: La familia que primero cenaba era la de los BT, que cumplían su estadía vacacional en la casona central de la manzana, propiedad de mi abuela R, por arreglo con el resto de los hermanos, la primer quincena de enero todos los años. Casualmente en aquel momento que en breve relataré, esta familia no se encontraba ya ocupando la casa, pues estábamos en febrero, y el turno le correspondía a la otra tía, la de Buenos Aires, la madre de Castaña.
A propósito de mi tía, cabe contar que fue ésta quien me enseño que a mi cara le sentaba mejor sonreír. Ella siempre decía que sonreír te hacia más linda. Y es verdad. Hay una tremenda diferencia en mi cara entre el gesto de seriedad y la sonrisa. Cuando no sonrío me veo de una forma rígida, dada por  mi pequeña boca de labios finos, poco generosa, tímida y sin gracia. Ahora cuando aparece la mueca de sonrisa todo cambia en mí. El semblante se llena de luminosidad y hasta parezco más bonita. Tal vez lo soy. No estoy segura. Dado que creo que una chica bonita lo es seria o riendo, de frente o perfil. Y en mi caso también falla ahí. Mi perfil no es para nada amable según mi óptica. De frente resulto más armónica. Mucho más. No sé cuál es el ideal de belleza que subyace a nuestras percepciones, pero sospecho que tiene que ver con las proporciones simétricas de las figuras, algo de física hay en este tema que no tiene que ver con cánones impuestos socialmente. Algo inconsciente. Algo hasta prehumano. Creo que conocerse en la adolescencia pasa por ir descubriendo esos ángulos propios en los que una se gusta más. O menos. Y pienso que lo mismo sucede con la vida.
Una adquiere tips para sentirse más linda. Así aprendí a sonreír. No por otro motivo. Tal ve quisieran que les diga que sonrío porque la vida es bella, pero no. Sonrió para verme más bella, así de narcisista puedo ser. Aunque en definitiva, verme bella hace la vida más bella…
Volviendo al entramado de suspenso en que los metí, prosigo con el cuento. El caso viene por otro lado. Yo no cenaba en casa de mis padres por esos días, pues acostumbraba a instalarme sin reparo alguno, y con esa ausencia de pudor característico de mi familia ampliada, en la casona central ya mencionada, la de mi abuela. La que queda en el corazón de la manzana familiar, centro neurálgico de los acontecimientos. ¿Vieron que hay casas donde pasan cosas, y otras que permanecen inmutables a través del tiempo? Como si sus habitantes no vivieran salvo cuando se los ve. Bueno, la casa de mi abuela es de esas donde suceden cosas. Y cosas fuertes…
Insisto en esto de la cena y sus formas porque llegaba a convertirse adentrado el verano en un ritual cuasi-mágico, al punto que a veces aparecían verduras en su máximo punto de cocción sin siquiera haber pasado por una llama, es más, sin haberlas adquirido en la verdulería… Sucedían cosas extrañas por entonces, con decir que una vez hasta encontramos una sandía enorme en el “quincho” de aquella casa, y sin explicación alguna de su paradero procedimos a comerla… el efecto fue desastroso, ya que la misma pertenecía a un tío abuelo, cuya casa quedaba a la vuelta de la nuestra, y quien había dedicado todo un verano a cuidarla. Pero era así, las cosas desaparecían de su lugar de origen y aparecían en la casa de mi abuela, o por ahí cerquita.
Nosotros éramos algo así como" los visitantes", observados, a mi entender, como seres que de rompe y raje aparecían con el solsticio de verano y se esfumaban a fines de febrero, con suerte seguíamos hasta un 8 de marzo.
Fue así que como quien no quiere la cosa, la juntada se fue armando como todas las noches. Primero llegaron unos cuantos de los primos mayores, quienes entablaban ya relación con pueblerinos vecinos y propios; es decir, ya habían conformado un grupo bastante heterogéneo de gente. Y de gustos bien variados, sobre todo de helados… ya verán.
El evento que nos congregaba esa noche era la previa del cumpleaños de EE, quien en vísperas de sus 14 años nunca imaginó que terminaría siendo un fugitivo de la justicia comunal, y menos aún que la causa del delito sería la contraparte de una jugarreta entre primos, bueno, entre primos y algo más.
Les traigo el relato nuevamente para no jugar con su ansiedad queridos lectores, estimo que muchos de ustedes estarán pensando cuándo aparecerá la figura que los identifique… porque sepan que aquí ninguna similitud con la realidad es mera coincidencia….
Eran eso de las once de la noche, juntábamos en la explanada cerca de 20 personitas de variadas edades que oscilaban entre los 9 y los 17 años, importante es destacar que no había  gente ya imputable… Dato no menor, dado cómo se desarrollaron los acontecimientos.
Lo inimputable, además,  de esa noche fue el exceso de helado que había por doquier, cuando me asomé al mástil central de la placita vislumbré cerca de cinco cajas de diferentes gustos, ¡Epa, que me entusiasmé! Jamás había gozado de tanta licencia para comer esa delicia que es el helado, y sobre todo el helado que uno no pagó. Para el caso daba lo mismo de quien era, pues nadie preguntó respecto su procedencia, transformándonos uno a uno en cómplices de lo que se desencadenaría después.

Era otro día ya, amanecíamos casi todos los días a eso de las 11 am. en casa de mi abuela. Empezaba el día, recuerdo esto con tanta emoción, sentada junto a mis primas, que eran muchas, en la mesa de mármol situada fuera de casa, entre dos grandes paraísos que daban una sombra casi circular cubriendo la mesa. Era tan reconfortable desayunar allí; llegaba Dorotea, gran amiga de mi abuela y la más leal de las señoras del pueblo, con su jarra siempre llena de té, que dejaba caer en las grandes tazas vidriadas de color marrón medio cobrizo. El té no me gustaba mientras vivía en la ciudad, me parecía sumamente aburrido, pero en aquel lugar todo tomaba otro sabor, y yo disfrutaba de esa infusión en demasía, que acompañado por los enormes criollos con manteca y dulce hacían de mis desayunos los momentos más inspiradores del día. Pero aquella mañana de verano tomó un extraño color.
Levantada ya y pasada mi primera hora de introspección en al que sólo hablaba conmigo misma, me acerqué al resto de la familia que se había congregado en el quincho, inquieta por cierto murmullo indómito que invocaba al gentío. Pregunté qué estaba sucediendo y con mis diez años y poca autoridad no obtuve respuesta alguna, pero mi intuición, aunque incipiente, ya era de lo  más fuerte y poderosa como para prever lo turbio de un asunto que sobrevolaba por las narices fruncidas de los tíos allí reunidos.
El caso es que el helado disfrutado, gozado, comido en cantidades siderales como jamás volvería a ser en mi vida, no era nuestro.
Como tampoco la sandía que mencioné y que con atrevimiento y hambre devoramos una madrugada.
Tampoco eran nuestras las uvas, ni los tomates, ni los choclos, ni los zapallitos que juntábamos con tanta impunidad por los campos de alrededor. Pero ¿saben qué? Nunca comí un helado con tanta felicidad. Creo que era la felicidad de saber estar haciendo lo prohibido, pero escudada en la supuesta ignorancia de su procedencia.
Sucedió que esos helados pertenecían  a la primera heladería del pueblo, que consistía en cuatro paredes con una superficie de dos por dos, y puerta mitad madera, mitad aire…  suficiente para tentar a un grupo de niños veraneantes a transgredir ese espacio de aire, y con él la ley.
                     Con diez años y ya al margen de la ley. Ese es mi secreto. Mi mancha. Mi pasado condenado.
                    Oh, quería yo llevar un prontuario impoluto, no pudo ser.
 Algo similar a lo de la vieja que fue asustada por los mocosos, como conté al comienzo de este relato, sucedió con los helados. Sólo que  la invisibilidad de la dueña cuidando sus ricuras facilitó el camino a los pequeños ladronzuelos.  Pues, solo había mocosos jugando con la ley sin conocerla.
Mi reflexión al respecto es la siguiente. Si hubiera seguido mi pálpito hubiera dicho que no, y no hubiese sido cómplice del delito cometido por la pura gula. Pero justamente sucedió eso, me deje llevar por el instinto y dije que sí, comí y comí sin parar de cuanto pote de helado caía sobre mis manos, sin pensar siquiera un segundo sobre el hecho misterioso de que pudiera haber tanto en poder de niños.
La gente dice que de lo único que se arrepiente es de no haber hecho ciertas cosas, yo disiento absolutamente con ese pensamiento. Yo de lo que no me arrepiento es de los no. Los sí… dejan mucho que desear.

Entonces revuelvo en mi conciencia al respecto y veo que los no que dije me trajeron paz. Aprender a decir no es el gran desafío de la humanidad temprana, eso me preparará para una adultez sensata pienso. Mientras… me lleno de sí equivocados.

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