“Las palabras”
Hoy quiero hablar del sentido que
tienen las palabras en su uso.
Generalmente los sucesos vistos desde afuera resultan un tanto insignificantes,
o bien, adquieren protagonismo porque consisten en sí mismos un hecho
extraordinario, como un tren que se descarrila o un dicho del Sr. Presidente
respecto a las últimas medidas económicas que decidió tomar, que genera revuelo a través de los medios y
las redes sociales. Igualmente, pienso que todo lo que los medios relatan es
sumamente irrelevante, estamos acostumbrados a leer sobre aquello que de alguna
manera nos resulta conocido, lo que nuestros acotados esquemas conceptuales son
capaces de reconocer como susceptible de ser interpretado. Hay cierta cobardía
en nuestro leve intento de reconocimiento de palabras y elección de nuestras
lecturas. Es por eso, que tal vez resulte demasiado excéntrico el relato de
algunos normales sucesos acaecidos en mis últimos veranos.
Como les comenté en otra
oportunidad, mis veranos transcurren en
un pueblo de Córdoba llamado Los Molinos. Pueblo típico en cuanto a su
infraestructura. Placita, escuela e iglesia jesuita; pues así parece nacían
todos los pueblos en el país. Y en el mundo. Rezar, aprender y jugar. Es es la
norma clásica de conducta social, y por supuesto la estructura civil lo
explica. Esta disposición de espacios
comunes forma el núcleo del pueblo, y a su alrededor se tiende el caserío
perteneciente, por un lado, y como entorno más próximo al núcleo, a los llamados veraneantes, entre los que me
incluyo; y por otro, más alejado, algo
que me cuesta entender, el de la gente que vive en el lugar. Sí, los nativos
están más lejos de la escuela, plaza e
iglesia. Reapropiarme de esos espacios me ha resultado muy fácil a mí porque mi
casa de vacaciones está ahí, al lado de la iglesia, al frente de la escuela, y
en diagonal a la plaza.
Todo me pertenece aunque
ilegítimamente. Pues, no soy nativa del lugar, en cierto punto me siento una colonizadora cuyo
concepto de propiedad reside justamente en la cercanía y no en el derecho. En
fin, la vida no es justa repiten los mayores. Palabras que se te pegan. Yo les
creo, pero no me conformo, esas palabras son cómplices de ciertas situaciones
no muy felices. Me gusta soñar con la armonía clásica que pregonaban los
griegos, como aprendí en el cole este año. Aprendí que la “Areté” (la excelencia) es el ideal de los
filósofos griegos, algunos la ubican en
la mesura, otros en el valor del guerrero, para mí reside en la justicia. Y la
justica no es igualdad, es justicia, correspondencia entre lo que se es, se hace
y sus consecuencias. Los nativos debieran tener sus casitas más cerca de la
acción de poder rezar, aprender y jugar que los foráneos veraneantes. Punto.
Mi vida es bastante normal. Incluso
en verano. Normal visto desde un lado externo, puesto que así como los medios
de comunicación magnifican hechos corrientes para darles valor de noticia,
estoy dispuesta a contar cada uno de los sucesos de una manera abruptamente
personal y significativa. Dicen que el significado de los hechos lo da uno
mismo y que las palabras que elegimos determinan el curso de la interpretación
de ese significado, pues bien, yo lo haré. Y en ustedes estará la restante
tarea de procesar la información y darle su propio sentido. En esta semiosis infinita, concepto que le
escuché a una periodista que mamá escucha en la radio, cada uno asume su rol
interpretador. Eso sí, no me
responsabilicen después, ni me asignen culpas de instigación o manipulación de
las conductas adolescentes.
El proceso de partida al lugar de
vacaciones es el siguiente: Llegado el día
de traslado a nuestra casa de
veraneo cargamos los bártulos en el auto como todos los años en diciembre, y
emprendemos viaje con papá , mamá, mis
dos hermanos , y el canario ( intentan convencerme, aún a esta altura de mi
existencia, que esta mascota es mejor que tener un perro por cuestiones de espacio
y mantenimiento, o en su defecto me ofrecen una tortuga), y lo que jamás falta
para nuestras vacaciones, frazadas. Frazadas en verano se preguntarán. Sí, en
verano. La amplitud térmica y la
incertidumbre climática son temas casi obsesos en casa. Pareciera que mi papá
temiera alguna especie de catástrofe de esa naturaleza por lo que prefiere
anticiparse siempre con medidas casi extremas, para salvaguardar la salud de la
población familiar. Cubiertos los bolsos, cajas y demases con frazadas en una especie de tetris de paquetes en el baúl del auto, largamos viaje en dirección sur
con destino al pueblito más encantador de mi provincia, y el único que
conozco. Su entorno: las sierras
cordobesas, montañas bonitas que dibujan un paisaje de cuentos veraniegos, y
que procederé a relatarles en las páginas venideras. Antes debo aclarar que
mientras todas mis compañeras de colegio vuelan al Caribe, yo me ubico en este
lugar casi extinto con el orgullo de saber que allí no veo cosas ni compro
cosas, me pasan cosas.
Mientras viajamos no hago otra cosa
que pensar. A veces creo que el pensamiento me va a robar grandes tiempos de mi
vida. La aventura de ser adolescente crítica y al mismo tiempo extremadamente
sensible me hace vivir en una contradicción constante entre mi razón y mis
emociones, a veces no sé si lo que juzgo como realidad proviene del mundo
externo o es sólo una percepción personal que irrumpe como ladrón de mi
equilibrio. Escuché en el colegio hablar de estas contradicciones como un
síntoma de la edad y que deriva en rebeldía, pero me niego a esa explicación
tan simplista y legitimadora del orden de las cosas, que proponen en dicha
institución en complicidad con el público mayor y adulto denominado padres ¿
Por qué legitimador? Porque de ese modo evitan ahondar en algo mucho más
profundo que es el inconsciente formado (o deformado) por la intervención de
dichos padres en la crianza, y al mismo tiempo, reafirman que los chicos de mi
edad nos comportamos irracionalmente. Yo creo que no hay nada de irracional en
mi contradicción, al contrario, es una muestra cabal y lógica de dos corrientes
de formación disonantes: la mía y la de esta sociedad. Avancemos con las vacaciones.
Llegamos una hora después de viajar
por esa ruta que tanto me gusta. Sí, hay cosas o lugares que me agradan
demasiado, y esa ruta curva me llena de intención. Intención de sol, de verde,
de correr, de nadar, de ver a mis primas. Mis primas, las presentaré de a poco.
Y también, en ese trance, me asalta la visión catastrófica de mi papá, entonces
elucubro algo. Cada vez que parto rumbo
a mis vacaciones de verano pienso lo siguiente: ¿qué es lo que llevaría conmigo
de casa en caso de terremoto? (una debe estar lista para saber a quién o qué
salvará en esos momentos), y sé que aunque ya no juegue con muñecos, salvaría a
mi oso Tobi. Me siento un poco culpable por no salvar a un ser vivo, pero es
que él me recuerda lo viva que puedo estar para querer salvar a quien no tiene
vida.
Al llegar al pueblo, al sector que
me compete por ser veraneante, que consta de una manzana con unas cuantas casas
de familiares con los que coincidimos en las vacaciones, paramos en nuestra
pequeña casita, aunque la mayor parte del verano me quedo en lo de mi abuela,
puesto que ahí comparto espacio y tiempo
con primas de mi edad, Castaña y Melindre. La primera es oriunda de la
ciudad de Buenos Aires, aunque ella reniegue y se diga cordobesa, y viene al pueblo en época estival junto a su
madre, la hermana de mamá. La segunda vive
en Córdoba también, y si bien nos vemos seguido a lo largo del año, no logro la
complicidad de almas gemelas que comparto con Castaña durante el verano. Porque
a lo largo del año Melindre es mi compañera, esa prima de la que una hace
alarde y se pelea con todas sus amigas para defenderla y mostrar exclusividad de vínculo. La quiero
toda para mí. Volviendo a Castaña es el
ser más dulce, calmo y auténtico que he conocido. Muero por ella, es algo así
como una devoción. Castaña me llena el espíritu de ganas, de conversaciones
sobre las cosas que ella vive en el año en Buenos Aires, provincia que para mí
es un escenario donde todo sucede. Castaña sabe que sus historias me encantan y
se la pasa horas y horas acaparando mi atención. Y yo, curiosa e imaginativa, no paro de
preguntar e indagar en su apasionante mundo de gente más divertida.
He aquí alguna de las experiencias que
descubro al lado de ellas. Resulta que un día salimos las tres a explorar
arroyo arriba. En traje de baño y con las ojotas en la mano arrancamos desde el
llamado por nosotros (primos, tíos, abuelos) “arroyo bajo”, por tener una
profundidad menor a otras partes de la misma corriente. Caminamos con la frente
al sol esperando que pegue algo. Las mujeres empezamos a adquirir de la cultura
en que crecemos, a temprana edad, los parámetros de belleza que se van
incorporando como preceptos, tomados de
las palabras que vamos escuchando de las
mujeres mayores más próximas. Como las hermanas y primas. En este lado del
planeta estar bronceadas lo antes posible es un canon a seguir para lucir nuestras
pieles en los meses de verano. Mi piel pálida tira a un colorado tomate, nada
atractivo. A veces a un morado. Sí, morado. Tremendo. Luego vienen los
reproches de mamá y sus mil indicaciones de cómo cuidar la piel con proyección
a cien años de futuro.
Lo que quiero relatar de ese momento no
es ni aventura, ni detalles del camino, ni exabruptos interesantes que puedan
habernos ocurrido. No. La verdad es que como los hechos que leemos en los
diarios, recordemos que no son para nada exóticos, en general todo transcurrió demasiado normal
y tranquilo. En lo que voy a reparar no es un relato, es un estado. Un estado del cuerpo y del alma. Pero,
principalmente, del cuerpo. El cuerpo y las palabras se van formando juntos:
“nadar es bueno”, “te ves linda bronceada”, “no es correcto mostrar el cuerpo
mucho”. Nadamos desnudas. Sí, por primera vez en la historia nadamos
desnudas. Jamás sentí tanta libertad en
la piel, el agua nos abrazó y fue como un retorno al vientre materno, seguro,
liviano, natural. Y rezan las palabras sobre la primera ley de Newton: Todo
cuerpo continúa en su estado de reposo a menos que sea forzado a cambiar ese
estado por fuerzas que actúan sobre él. Yo quería quedarme en ese estado cuasi
de levitación para siempre. Pero hay fuerzas inquietas que pugnan por cambiarlo
todo. Así que caído el sol a vestirse y regresar.
Lo guardamos en secreto. Fui y me hice
libre. No sé si a ellas les pasó lo mismo. Nadamos alegres y livianas. Supongo
que les gustó tanto como a mí. No quise preguntar. Quería guardar del modo más
fidedigno mi propia impresión del hecho. Y así lo hice. Sin apreciaciones
externas. Sin palabras que le dieran forma al recuerdo. Todo mío.
De pronto, reviviendo lo etérea que me
volví flotando sin ropa en el agua, se
me vino un pasaje de un libro que había leído meses atrás:
“Agazapada estaba la vida ahí. Mirándome.
Queriendo capturarme. Yo temerosa la esquivaba. Creía que era miedo a la muerte
lo mío, pero no. Lo que temía era a la vida. Entonces me dejé. Me rendí. Me
tiré a sus pies como perro a su amo. Y ahí, mecida, lo comprendí todo. Hay que rendirse para vivir. Hay que
agacharse para levantarse. Hay que perder el miedo a la vida para perdérselo a
la muerte. La vida me atrapó. Y sin esa libertad devenida en libertinaje,
ni pasiones insurgentes fui feliz. La estabilidad en movimiento natural me
devolvió al camino. Me trajo de vuelta. Por fin, la vida y yo de la mano.”
Y con esas
palabras que tomé prestadas de algún otro momento, me despido hasta la próxima.
Carmela.