lunes, 4 de agosto de 2014

CARMELA II. Relatos psicológicos de una adolescente aparentemente de manual.

“Las palabras”


Hoy quiero hablar del sentido que tienen  las palabras en su uso. Generalmente los sucesos vistos desde afuera resultan un tanto insignificantes, o bien, adquieren protagonismo porque consisten en sí mismos un hecho extraordinario, como un tren que se descarrila o un dicho del Sr. Presidente respecto a las  últimas  medidas económicas que decidió tomar,  que genera revuelo a través de los medios y las redes sociales. Igualmente, pienso que todo lo que los medios relatan es sumamente irrelevante, estamos acostumbrados a leer sobre aquello que de alguna manera nos resulta conocido, lo que nuestros acotados esquemas conceptuales son capaces de reconocer como susceptible de ser interpretado. Hay cierta cobardía en nuestro leve intento de reconocimiento de palabras y elección de nuestras lecturas. Es por eso, que tal vez resulte demasiado excéntrico el relato de algunos normales sucesos acaecidos en mis últimos veranos.
Como les comenté en otra oportunidad, mis veranos transcurren  en un pueblo de Córdoba llamado Los Molinos. Pueblo típico en cuanto a su infraestructura. Placita, escuela e iglesia jesuita; pues así parece nacían todos los pueblos en el país. Y en el mundo. Rezar, aprender y jugar. Es es la norma clásica de conducta social, y por supuesto la estructura civil lo explica.  Esta disposición de espacios comunes forma el núcleo del pueblo, y a su alrededor se tiende el caserío perteneciente, por un lado, y como entorno más próximo al núcleo,  a los llamados veraneantes, entre los que me incluyo; y por otro,  más alejado, algo que me cuesta entender, el de la gente que vive en el lugar. Sí, los nativos están más lejos de la escuela, plaza  e iglesia. Reapropiarme de esos espacios me ha resultado muy fácil a mí porque mi casa de vacaciones está ahí, al lado de la iglesia, al frente de la escuela, y en diagonal a la plaza.
Todo me pertenece aunque ilegítimamente. Pues, no soy nativa del lugar, en cierto  punto me siento una colonizadora cuyo concepto de propiedad reside justamente en la cercanía y no en el derecho. En fin, la vida no es justa repiten los mayores. Palabras que se te pegan. Yo les creo, pero no me conformo, esas palabras son cómplices de ciertas situaciones no muy felices. Me gusta soñar con la armonía clásica que pregonaban los griegos, como aprendí en el cole este año. Aprendí que  la “Areté” (la excelencia) es el ideal de los filósofos griegos,  algunos la ubican en la mesura, otros en el valor del guerrero, para mí reside en la justicia. Y la justica no es igualdad, es justicia, correspondencia entre lo que se es, se hace y sus consecuencias. Los nativos debieran tener sus casitas más cerca de la acción de poder rezar, aprender y jugar que los foráneos veraneantes. Punto.
Mi vida es bastante normal. Incluso en verano. Normal visto desde un lado externo, puesto que así como los medios de comunicación magnifican hechos corrientes para darles valor de noticia, estoy dispuesta a contar cada uno de los sucesos de una manera abruptamente personal y significativa. Dicen que el significado de los hechos lo da uno mismo y que las palabras que elegimos determinan el curso de la interpretación de ese significado, pues bien, yo lo haré. Y en ustedes estará la restante tarea de procesar la información y darle su propio sentido. En esta semiosis infinita, concepto que le escuché a una periodista que mamá escucha en la radio, cada uno asume su rol interpretador. Eso sí,  no me responsabilicen después, ni me asignen culpas de instigación o manipulación de las conductas adolescentes.
El proceso de partida al lugar de vacaciones es el siguiente: Llegado el día  de  traslado a nuestra casa de veraneo cargamos los bártulos en el auto como todos los años en diciembre, y emprendemos viaje  con papá , mamá, mis dos hermanos , y el canario ( intentan convencerme, aún a esta altura de mi existencia, que esta mascota es mejor que tener un perro por cuestiones de espacio y mantenimiento, o en su defecto me ofrecen una tortuga), y lo que jamás falta para nuestras vacaciones, frazadas. Frazadas en verano se preguntarán. Sí, en verano. La amplitud  térmica y la incertidumbre climática son temas casi obsesos en casa. Pareciera que mi papá temiera alguna especie de catástrofe de esa naturaleza por lo que prefiere anticiparse siempre con medidas casi extremas, para salvaguardar la salud de la población familiar. Cubiertos los bolsos, cajas y demases con frazadas en una especie de tetris de paquetes  en el baúl del auto,  largamos viaje en  dirección sur  con destino al pueblito más encantador de mi provincia, y el único que conozco.  Su entorno: las sierras cordobesas, montañas bonitas que dibujan un paisaje de cuentos veraniegos, y que procederé a relatarles en las páginas venideras. Antes debo aclarar que mientras todas mis compañeras de colegio vuelan al Caribe, yo me ubico en este lugar casi extinto con el orgullo de saber que allí no veo cosas ni compro cosas, me pasan cosas.
Mientras viajamos no hago otra cosa que pensar. A veces creo que el pensamiento me va a robar grandes tiempos de mi vida. La aventura de ser adolescente crítica y al mismo tiempo extremadamente sensible me hace vivir en una contradicción constante entre mi razón y mis emociones, a veces no sé si lo que juzgo como realidad proviene del mundo externo o es sólo una percepción personal que irrumpe como ladrón de mi equilibrio. Escuché en el colegio hablar de estas contradicciones como un síntoma de la edad y que deriva en rebeldía, pero me niego a esa explicación tan simplista y legitimadora del orden de las cosas, que proponen en dicha institución en complicidad con el público mayor y adulto denominado padres ¿ Por qué legitimador? Porque de ese modo evitan ahondar en algo mucho más profundo que es el inconsciente formado (o deformado) por la intervención de dichos padres en la crianza, y al mismo tiempo, reafirman que los chicos de mi edad nos comportamos irracionalmente. Yo creo que no hay nada de irracional en mi contradicción, al contrario, es una muestra cabal y lógica de dos corrientes de formación disonantes: la mía y la de esta sociedad.  Avancemos con las vacaciones.
Llegamos una hora después de viajar por esa ruta que tanto me gusta. Sí, hay cosas o lugares que me agradan demasiado, y esa ruta curva me llena de intención. Intención de sol, de verde, de correr, de nadar, de ver a mis primas. Mis primas, las presentaré de a poco. Y también, en ese trance, me asalta la visión catastrófica de mi papá, entonces elucubro algo.  Cada vez que parto rumbo a mis vacaciones de verano pienso lo siguiente: ¿qué es lo que llevaría conmigo de casa en caso de terremoto? (una debe estar lista para saber a quién o qué salvará en esos momentos), y sé que aunque ya no juegue con muñecos, salvaría a mi oso Tobi. Me siento un poco culpable por no salvar a un ser vivo, pero es que él me recuerda lo viva que puedo estar para querer salvar a quien no tiene vida.
Al llegar al pueblo, al sector que me compete por ser veraneante, que consta de una manzana con unas cuantas casas de familiares con los que coincidimos en las vacaciones, paramos en nuestra pequeña casita, aunque la mayor parte del verano me quedo en lo de mi abuela, puesto que ahí comparto espacio y tiempo  con primas de mi edad, Castaña y Melindre. La primera es oriunda de la ciudad de Buenos Aires, aunque ella reniegue y se diga cordobesa,  y viene al pueblo en época estival junto a su madre, la hermana de  mamá. La segunda vive en Córdoba también, y si bien nos vemos seguido a lo largo del año, no logro la complicidad de almas gemelas que comparto con Castaña durante el verano. Porque a lo largo del año Melindre es mi compañera, esa prima de la que una hace alarde y se pelea con todas sus amigas para defenderla y  mostrar exclusividad de vínculo. La quiero toda para mí.  Volviendo a Castaña es el ser más dulce, calmo y auténtico que he conocido. Muero por ella, es algo así como una devoción. Castaña me llena el espíritu de ganas, de conversaciones sobre las cosas que ella vive en el año en Buenos Aires, provincia que para mí es un escenario donde todo sucede. Castaña sabe que sus historias me encantan y se la pasa horas y horas acaparando mi atención. Y  yo, curiosa e imaginativa, no paro de preguntar e indagar en su apasionante mundo de gente más divertida.
He aquí alguna de las experiencias que descubro al lado de ellas. Resulta que un día salimos las tres a explorar arroyo arriba. En traje de baño y con las ojotas en la mano arrancamos desde el llamado por nosotros (primos, tíos, abuelos) “arroyo bajo”, por tener una profundidad menor a otras partes de la misma corriente. Caminamos con la frente al sol esperando que pegue algo. Las mujeres empezamos a adquirir de la cultura en que crecemos, a temprana edad, los parámetros de belleza que se van incorporando como preceptos,  tomados de las palabras  que vamos escuchando de las mujeres mayores más próximas. Como las hermanas y primas. En este lado del planeta estar bronceadas lo antes posible es un canon a seguir para lucir nuestras pieles en los meses de verano. Mi piel pálida tira a un colorado tomate, nada atractivo. A veces a un morado. Sí, morado. Tremendo. Luego vienen los reproches de mamá y sus mil indicaciones de cómo cuidar la piel con proyección a cien años de futuro.
Lo que quiero relatar de ese momento no es ni aventura, ni detalles del camino, ni exabruptos interesantes que puedan habernos ocurrido. No. La verdad es que como los hechos que leemos en los diarios, recordemos que no son para nada exóticos,  en general todo transcurrió demasiado normal y tranquilo. En lo que voy a reparar no es un relato, es un estado. Un  estado del cuerpo y del alma. Pero, principalmente, del cuerpo. El cuerpo y las palabras se van formando juntos: “nadar es bueno”, “te ves linda bronceada”, “no es correcto mostrar el cuerpo mucho”. Nadamos desnudas. Sí, por primera vez en la historia nadamos desnudas.  Jamás sentí tanta libertad en la piel, el agua nos abrazó y fue como un retorno al vientre materno, seguro, liviano, natural. Y rezan las palabras sobre la primera ley de Newton: Todo cuerpo continúa en su estado de reposo a menos que sea forzado a cambiar ese estado por fuerzas que actúan sobre él. Yo quería quedarme en ese estado cuasi de levitación para siempre. Pero hay fuerzas inquietas que pugnan por cambiarlo todo. Así que caído el sol a vestirse y regresar.
Lo guardamos en secreto. Fui y me hice libre. No sé si a ellas les pasó lo mismo. Nadamos alegres y livianas. Supongo que les gustó tanto como a mí. No quise preguntar. Quería guardar del modo más fidedigno mi propia impresión del hecho. Y así lo hice. Sin apreciaciones externas. Sin palabras que le dieran forma al recuerdo. Todo mío.
De pronto, reviviendo lo etérea que me volví flotando sin ropa en el agua,  se me vino un pasaje de un libro que había leído meses atrás:
“Agazapada estaba la vida ahí. Mirándome. Queriendo capturarme. Yo temerosa la esquivaba. Creía que era miedo a la muerte lo mío, pero no. Lo que temía era a la vida. Entonces me dejé. Me rendí. Me tiré a sus pies como perro a su amo. Y ahí, mecida, lo comprendí todo.  Hay que rendirse para vivir. Hay que agacharse para levantarse. Hay que perder el miedo a la vida para perdérselo a la muerte. La vida me atrapó. Y sin esa  libertad devenida en libertinaje,  ni pasiones insurgentes fui feliz. La estabilidad en movimiento natural me devolvió al camino. Me trajo de vuelta. Por fin, la vida y yo de la mano.”
Y con esas palabras que tomé prestadas de algún otro momento, me despido hasta la próxima.
Carmela.


CARMELA I. Relatos psicológicos de una adolescente aparentemente de manual.



Yo soy Carmela, una adolescente de manual en cuanto a mis conductas, y de diván en cuanto a mis pensamientos. No los guardaré para mí, los entrego al devenir de sus ideas y sentimientos.
Me importan demasiado las palabras. Escribir y hablar para mí es un acto de valía y transformación. Soy bastante reservada en sociedad, no me gusta hablar por hablar, ni hablar con cualquiera, aunque muchos piensan al verme comportar de ese modo que soy tímida. Y es cierto, algo de timidez hay  si entendemos por timidez ese miedo a las opiniones que los otros puedan tener de nosotros mismos. Que bárbaro, definitivamente soy tímida, me aterra la cantidad de personas indignas de mi conversación que andan dando vueltas. Y sí, a los tontos les tengo miedo. Igual creo haber superado algo esta dificultad en mi casi década y media de vida.
  Recuerdo una vez en jardín de infantes, (ahora existen salitas de 2, de 3, de 4…  resulta que cada vez bajan más la edad de institucionalización de las personas,  ¿será que los padres una vez cumplido el mandato de trascender los genes, desean desligarse de los pobres niños?); bueno, la cosa es que yo iba a jardín, tenía cuatro años cuando comencé. Mi timidez era extrema, no hablaba, no reía, me limitaba a jugar con los bloques de madera y a repetir canciones en grupo tales como “a guardar, a guardar… cada cosa en su lugar…” De tan pequeño te enseñan ya  a ordenar, a dejar todo en su lugar, te van creando un esquema en la cabeza de orden que resulta cada vez más complejo conservar cuando los aspectos de la vida se van multiplicando cada año. La situación fue que un día, mis ganas de hacer pis eran tremendas, y debido a mi limitada conducta social no me animé  a pedir permiso a la señorita para que me autorizara a retirarme al baño. ¿Tenía miedo a hablarle o a referirme a una conducta que me había sido enseñada como privada, motivo por el cual me costaba expresarlo en público?
Tal es así que, actualmente, para superar el escollo de imposibilidad de pedir permiso realizo con frecuencia el siguiente ejercicio de empatía: A veces, hago un ejercicio para sentir cómo sería ser otra, imposto una cara y la percibo desde dentro, imaginando cómo se ve, como imitando un gesto de alguna persona que me resulta desagradable. Lo hago para tratar de ponerme en su lugar y dejar de detestarla, y de ese modo practicar diferentes personalidades para flexibilizar mi carácter. Entonces retuerzo la boca y frunzo la nariz, me siento fea, muy fea y mala.  Este ejercicio hago en mi presente para evocar aquel mal momento en que la timidez me encerró en mi cuerpo; y noto que no hay mayor ridiculez en la vida que un adulto sonrojado. Qué horror.  No me enamoraría de alguien que se sonroje siendo grande…
Y a propósito de las cuestiones culturales que me perturban, voy a confesar algo que se me viene a la cabeza respecto a una situación que todos añoran, pero a mi me inquieta y desequilibra. Me refiero a las vacaciones escolares. Si bien no estoy de acuerdo con que a los niños les bajen cada vez más la edad de institucionalización, no me gusta la idea de contar  tampoco con tanto tiempo de vacancia, pues, asumo que en esos meses de disponibilidad full time para la libertad  tomo una actitud de  éxtasis peligrosa para el presente que vivo. Voy a ser más clara. Cuando una goza de tanta libertad, sin horarios, sin exámenes, sin conflictos con los pares con lo que una se ve obligada a relacionarse, sucede que una entra en un mundo de amplitud mental tan grande que  se pierde el sentido de la autoconciencia del tiempo. Entonces, con tantas horas para jugar me olvido que el presente va transformándose rápidamente en futuro, y como no hay fechas más que las asignadas por la cultura para celebrar algo, me entrego al devenir en el barco de la pérdida de conciencia sobre mí misma. Peligro.
No quiero perder conciencia, no quiero. Si la pierdo entonces llego al futuro sin darme cuenta, y ahí “¡sácate!”, ganan poder las premoniciones de mamá: ¡Si no estudiás vas a ser una burra, no vas a poder conseguir un buen trabajo, no vas a llegar a ser alguien! Lo cierto es que a mí no me resuenan esas palabras como eco de mamá dado que ella no me las dice, yo las escuché en varias oportunidades de la boca de las mamás de mis compañeras y amigas. Mamá no me las dice. No me las dice porque yo no necesito normas externas de aprendizaje, y aunque ella no lo sabe creo que lo sospecha. Igual jamás se imaginaría el mundo que llevo dentro, tal vez porque le queda cómodo que yo sea así. El tema es que he descubierto que esas palabras de anticipo de fracaso, que todas las mamás pronuncian para garantizarte un futuro prometedor,  son tan sólo un “ slogan” adulto. Leí justo ayer en el periódico que papá lee en su PC, pues a nuestro dulce hogar de resabio de clase media argentina aún no ha llegado la tablet, que “el estudio no garantiza el pleno ejercicio de la profesión” y que “en el país se requieren más ingenieros  y menos abogados.”
Qué  cosa, ¿verdad? Igual detrás de aquel slogan de los padres, existe otro peor, que tiene que ver con la idea de que no se requieren abogados. Yo creo que hasta tanto y en cuanto la gente no conozca las leyes que los rigen, o existan conocedores de las leyes que las infringen, habrá abogados. Me parece que la idea que subyace a ese titular es que en realidad, el gobierno quiere meternos en la  cabeza que es tan grande el desarrollo industrial que ha logrado durante  su gestión, que se requieren por eso muchos ingenieros para sostener ese modelo de desarrollo. Creo que en definitiva se trata de mentiras sobre mentiras, y todos terminan hablando de mentiras porque su capacidad de abstracción está mediada por la escuela ordinaria,  no por la individualidad, que por suerte yo he creado en mí y  me permite escapar a las formas de tremenda y sutil opresión que operan mediante el proceso de institucionalización, y a través del cual todos terminan hablando de los mismos temas, y en un mismo marco teórico: “Necesitamos un Estado que nos ordene”.
Habiendo ubicado un poco mi tensa situación intelectual  en el contexto dialéctico de lo que se llama realidad, quiero decir que no todo es intelectualidad en mi vida. Aunque a veces eso parezca puedo ser también una chica normal, o bien, casi normal. Si entendemos por normal, claro, a alguien que vive ordinariamente su vida sin tanto cuestionamiento existencial. Y como siento que puedo hacerlo, les contaré en este espacio sobre lo que hace esta chica en sus catorce años: sus amores, ganas, miedos y pseudo seguridades.  Espero no disientan tanto conmigo, ni culpabilicen a mis padres por lo no hecho o hecho mal en mi crianza. Con catorce años ya me hago cargo de la persona que yo, a pura conciencia, he querido construir.
Para concluir este primer acercamiento a ustedes, adelanto que el escenario donde transcurre la mayor parte de mi vida como ser normal o chica ordinaria es en un pueblito llamado Los Molinos, al pie de las sierras cordobesas. Lugar de ensueño y vigilia agitada. Lugar donde todos los veranos nuestros padres y tíos nos soltaban como fieras salvajes dispuestas a arrasar con la naturalidad del campo. Como hacen todos los niños, claro. Todos los años y durante tres meses, los que duraban la largas vacaciones escolares,  éramos libres en ese pueblito. Hecho que me salvaba de un tiempo extremo sin obligaciones, situación que no hubiera sido capaz de soportar si no hubiese tenido tal escenario para desplegar mis instintos. Es ahí donde forjé, en gran medida, la extraña persona que soy. Hasta la próxima.


Carmela