La mudanza
Primero, se mudaron
los muebles, de a poco y en silencio se
fueron marchando por la puerta de servicio, como si tuvieran algo que ocultar.
Mamá fue la primera
en notarlo, pero no dijo nada porque pensó que era una más de sus amenazas.
Cuando por fin comprobó que era seria la cosa, alarmó a la familia con la
noticia. Papá tomó la iniciativa de detenerlos, pero no logró efecto alguno.
Fue mi hermano mayor el más osado, quien se interpuso en su camino; esto le
costó una fractura en la costilla, dado que justo se ubicó delante del aparador
cuando éste llegaba a la puerta. Acto seguido, le tocó el turno al viejo
modular, estandarte que habíamos heredado décadas atrás por el ocaso
de mi tía Emma. Aquel no tuvo reparos en avasallar cuanto objeto se encontrara
en su camino, hasta parecía magnetizado por la forma estrepitosa en que se
movía hacia la salida del hogar.
Había transcurrido ya
casi una hora desde el inicio de tal
escape, cuando apareció en medio de la escena de los hechos, nada más ni
nada menos que la biblioteca en donde yo
guardaba toda mi colección de libros Billiken: “Ocho primos”, “Una chica a la
antigua”, etc… ¡No! No podía permitir tal hazaña cuando tanto me había costado
recolectar esas letras. Recuerdo que luego de robarle a mi hermana mayor los
primeros ejemplares, reapropiándome impunemente de los mismos, decidí utilizar
mis ahorros en cada uno de los números subsiguientes. Si bien, es cierto que
los compraba mas por pasión a la colección que a la literatura, era una pena
que los perdiera por un impulso de tan atrevida biblioteca.
Dados de esta manera
los hechos opté por intervenir activamente en la interrupción de dicha mudanza.
Tratando de mediar diplomáticamente en un primer momento, y recibiendo caso
omiso por parte de la susodicha que huía sin reparos, acudí a mis más salvajes
instintos de hombre-animal, gritando que se detuviera inmediatamente, porque de
lo contrario la rompería en mil, sin importarme los años compartidos en el
mismo hogar. Cuando ya estaba a punto de darle con el palo de escobillón que
logré capturar en medio de tal caos, se detuvo, giró su mirada haciendo un
paneo por cada miembro de la familia y dijo:
_ Hasta acá llega mi servicio
hacia ustedes, he soportado años de maltrato, y peor aún de indiferencia, apartada
en el más triste de los ambientes de esta casa, respetando estoicamente que
sólo se me contemplara en el momento de la búsqueda de algún vetusto libro, sin
considerar siquiera pasar sobre mí una
tímida gamuza para extraerme la tierra que se acumulaba sobre mi fisonomía día
a día. Es demasiado. Me marcho.
Habiendo escuchado su
alegato atiné, un poco sacudido, una vez más a detenerla con mis palabras. No
hubo caso, esta vez la ofendida parecía estar aferrada a su decisión, y no
escuchaba palabra alguna. No me dejaba opciones. Fue entonces que apliqué la
fuerza. El palo de escobillón, un tanto amotinado y en la negativa de prestarse
a ser el autor material de una posible desgracia contra su compañera, se volvió
difícil de doblegar, pero yo, que algunas técnicas de lucha tenía, logre
doblegarlo, y en unos minutos estaba encima de la biblioteca resquebrajándola
abruptamente. Consumado este hecho la pobre cayó rendida, deslizándose por todos
lados mi colección de libros Billiken. Lo había logrado. Pero tal victoria, que
no era la final, me había convertido en
un asesino de muebles. El estigma me marcaría para toda la vida. Quedé sentado
un instante reflexionando sobre eso y tratando de convencerme que la causa de
mi delito era justa.
Papá notó mi introversión
y me dio un palmadita en el hombro a modo de consuelo. Por un momento parecía
darse por finalizado el altercado, pero esta cierta tranquilidad no duró mucho.
Comenzó nuevamente la corrida de los muebles a una velocidad mayor. Ya no quedaban muchos recursos,
habíamos perdido la heladera, el
aparador, las camas, sin contar el trágico final de la biblioteca. En medio de
la vertiginosa huída corría la mesa con sus sillas por detrás como pisándose
una a la otra, temiendo ser
capturadas por nosotros. Mamá se tendió
rendida sobre el único sillón que repudiaba tal rebelión, acusado claro por el
resto de traidor a la estirpe. Papá y mi hermana miraban atónitos el sucederse
de los acontecimientos uno al otro, con la impotencia de quien cree en la
justicia de las cosas y ante sus ojos sucede lo contrario sin posibilidades de
revertirlo.
Uno a uno se fueron
marchando nuestros muebles. Por último, escaparon los restantes sillones, el
escritorio, las mesas de luz, ¡y hasta los artículos de limpieza! El caos era ya
inevitable. La soledad fue ocupando su lugar… Los marcos de las ventanas por causa de la conformidad
grupal, que estimula, partieron también, dejando los espacios abiertos por dónde
se filtraba una suave brisa que simulaba el nostálgico después de toda afrenta.
Papa quedó sentado en
un rincón del vacío comedor, con la mirada perdida en quien sabe qué
estratosfera. Sucede que no debe ser fácil reinventar un sitio para vivir. Es
por eso que sugerí a la familia comenzar de nuevo, desde el estado cero. Para
eso debíamos también nosotros partir. Sin muchas palabras hubo asentimiento
general. Recolectamos algo de ropa, provisiones mínimas. Y emprendimos viaje
sin rumbo.
Supe meses más tarde
que algunos de los subversivos habían perecido en el exilio, y que otros
estaban en casas más amplias, cómodas. Pero en
un anonimato que rozaba la indiferencia letal. Me entristeció un tanto
la noticia, dado que siempre creí que todo levantamiento por causa común
conduciría al éxito rotundo, pero los muebles también se equivocan.
Creo que mi familia
olvidó ya el pasado, y ya encontraron nueva casa, que de a poco van llenando para
tapar el vacío que agobia. Yo no. Aun pienso en mi biblioteca, y en mis libros…
pero ya no colecciono, ni me aferro a nada. Sólo vivo, viviendo como si nada fuera tan real.