lunes, 29 de diciembre de 2014

Pequeño ensayo sobre la Felicidad, por Javier Ávila

Pequeño ensayo sobre la Felicidad

Volvía de vacaciones. Se sentó a mi lado un hombre que  llamó mucho mi atención, era distinto al resto de la gente. Conversó amablemente conmigo y con otros pasajeros, pero yo no podía descubrir en qué me resultaba extraño. No era su rostro, ni su mirada, ni su ropa, ni sus palabras, ni sus acciones, ni su pensamiento, no había nada específico ni raro en él. Después de observarlo un rato, el conjunto de todos los pequeños detalles me dio la respuesta. Lo que lo hacía diferente no era su rostro, sino su sonrisa permanente; no era su mirada, sino el brillo en sus ojos; no era su ropa, sino su sencillez; no eran sus palabras, sino su tono lleno de paz; no eran sus acciones, sino sus gestos al mirar a su esposa; no era su pensamiento, sino su espíritu. Descubrí en ese hombre a un hombre vivo, a un hombre feliz. Me pregunté entonces por qué esa felicidad me resultaba extraña. En el acto  recordé lo que había leído hace algunos años. Resulta que un librepensador le preguntó a un anciano sacerdote católico: “Padre, dígame que ha descubierto en toda esta vida de confesor, qué le ha enseñado esta larga intimidad con el secreto de las almas… ” Después de reflexionar unos instantes, el anciano cura le responde: “Le diré dos cosas. La primera, que no hay grandes personas. La segunda, que la gente es mucho más infeliz de lo que creemos”. Mi pregunta tenía una respuesta sencilla. La felicidad no es común entre nosotros. Vemos frecuentemente gente apurada, enojada, presionada, pesimista, vemos mucha gente infeliz por todos lados. Vemos gente adormecida, anestesiada, ensimismada, cuasi muerta. Pocas veces vemos gente viva, sólo vemos gente que vive, o peor aún, gente que sobrevive.
Podemos ver también  gente alegre, sonriente, divertida, pero eso no significa felicidad. Tiene más que ver con un carácter que con una condición, tiene más que ver  con una forma de ser que con la felicidad. “Las grandes alegrías no se manifiestan con la risa, sino con las lágrimas”, decía Pascal. Muchos de  nosotros andamos por la vida ocultando nuestras desgracias, nuestras debilidades, nuestras miserias, nuestros fracasos, a veces con indiferencia, a veces con agresiones, a veces con una sonrisa.  Casi todos somos actores en este gran juego que es la vida, mostrando sólo los logros y la parte visible de nosotros, pero guardando celosamente nuestra parte más oscura,  nuestra parte más verdadera, nuestra infelicidad.  Pero ¿por qué? ¿Por qué no somos felices? Dejando afuera a las personas que tienen verdaderos problemas, ¿por qué  el resto de nosotros no somos capaces de ser felices cuando  todo  va más o menos bien, cuando lo tenemos todo para serlo? Seguramente porque no sabemos vivir, no sabemos ser felices. Pero entonces, ¿Qué es la felicidad?
LA RIQUEZA
Todos en algún momento de nuestra vida confundimos la felicidad con el dinero, con el poder, con el éxito, con el prestigio, con la superficialidad. Muchos todavía siguen  buscando  compulsivamente el dinero que los haga felices, sin percatarse que en esa búsqueda se les escapa la vida. Para ellos el ideal de felicidad consiste en tomar, poseer y conservar, mientras que la verdadera felicidad consiste en conocer, gustar y alegrarse. La riqueza y la fama traen aparejada la ansiedad y la avaricia, y no la paz y la felicidad. Algunos se han dado cuenta del error al haber conseguido lo que buscaban, y sintiéndose, sin embargo,  completamente vacíos, infelices, desorientados, sin saber por dónde recomenzar. Aquellos que creían que el dinero  compraba la felicidad, nunca supieron dónde comprarla. No hay nada más triste que una vida sin sentido, incluso aunque tengamos éxito. ¿Qué nos enseña nuestra sociedad? Competencia, consumo, individualismo, comparación. Sólo nos da la información necesaria para salir a comprar una hamburguesa. No es suficiente. Debería enseñarnos que la felicidad va más allá de lo que tenemos, debería hacernos conocer nuestro potencial humano, debería hacernos saber  lo que podemos   lograr en la vida.
El dinero no es la felicidad, pero contribuye mucho a lograrla, porque vivimos en un mundo material y eso es ineludible. Todas las investigaciones científicas actuales sostienen que por debajo de los niveles medios de subsistencia, el dinero da la felicidad. Sin embargo, cuando el nivel económico se eleva, también crece el nivel considerado necesario para volver a sentir placer. Por otra parte, la tendencia a compararnos socialmente con los demás genera grandes dosis de frustración que el dinero no puede calmar. Una vez que las necesidades básicas están cubiertas, el dinero no puede comprar más felicidad.
Aquellos  que trabajan solo por los resultados económicos y el éxito a ultranza, sin darle a su esfuerzo una finalidad superior, trabajan solo para sobrevivir.  Solo obtendrán una parte mínima de satisfacción, nunca estarán motivados, e incluso a pesar de tenerlo todo, la felicidad estará siempre lejos de su alcance.
EL PLACER
También buscamos la felicidad en el placer, al que relacionamos directamente con el dinero. A mayor riqueza, mayores posibilidades de sentir placer. La comida, el alcohol, el sexo, fueron deseos  muy requeridos en todos los tiempos. ¿Pero es suficiente sentir  placer para ser felices? No podemos disfrutar de los placeres corporales todo el día. La comida y el sexo sacian. Más allá del nivel de satisfacción llevan al desagrado. Las hormonas que regulan nuestro placer, las endorfinas, también se hallan en organismos unicelulares simples, de modo que el placer es muy básico. Al igual que todo el reino animal, fuimos diseñados para funcionar en base al placer. Somos adictos al placer y nuestro cerebro está preparado para recordar el placer y buscar el placer, y eso es lo que dirige la evolución humana, asegurando nuestra supervivencia. Esa es la meta final en nuestra biología, encontrar el placer y evitar el dolor. Pero este mecanismo también existe en las ratas. Nuestro cerebro no es igual al de otros animales, es más complejo, tiene más funciones, no podemos limitarlo  únicamente al  placer físico. Nuestro cerebro  nos permite pensar objetivos a largo plazo, escapar de la tentación de los objetos deseados y considerar los riesgos en relación a los placeres presentes. Nuestro cerebro fue diseñado para  tener nuevos sueños, nuevas realidades, nuevas emociones. Podemos disfrutar de otro tipo de placeres, no corporales, intangibles, pero tan o más placenteros que los básicos. Disfrutamos del arte, de un libro, de la música, de una canción; disfrutamos de una idea, de la ciencia, de la religión; disfrutamos de una conversación, de la amistad, del amor.
Buda basaba su felicidad en el desapego  a los placeres. “Para no sufrir, no desear”, argumentaba. Para ser feliz, hay que renunciar a los placeres ¿Pero qué sabríamos de la felicidad sin el placer? El deseo y  el placer nos acarrean dolor, sí, pero también traen nuestros mayores goces. ¿Cómo renunciar al placer? ¿Cómo renunciar a nuestra naturaleza? Cortar con los deseos para escapar de las pérdidas,  o evitar el triunfo para escapar a las derrotas, es una ofensa a la naturaleza humana. Una vida sin pasión, no es una vida humana. La vida debe ser vivida al máximo. El deseo es la naturaleza del hombre. Dejar de desear sería dejar de vivir. No se trata de dejar de desear. No se trata de suprimir el deseo sino de transformarlo, de convertirlo, desear un poco menos lo que nos falta y un poco más lo que tenemos; desear un poco menos lo que no depende de nosotros y un poco más lo que sí depende. Sufrimos demasiado por lo poco que nos falta y gozamos poco de lo mucho que tenemos. El placer debe ser parte de nuestras vidas, pero no cualquier placer, ni siempre los placeres más fuertes. El placer es la meta, pero no siempre el camino. Epicuro dio en la tecla: “Es imposible vivir una vida placentera sin vivir también con prudencia, noble y justamente: y es imposible vivir con prudencia, noble y justamente, sin vivir placenteramente”.  Toda felicidad es  placer, pero no todo placer es felicidad.
EL AMOR
El amor muchas veces causa nuestra felicidad, pero no siempre, pero no de manera constante. También es  causante de nuestras desgracias, de nuestras tristezas, de nuestra desesperación. ¿Quién no ha sufrido un  amor no correspondido, siempre asfixiante, siempre angustiante, que nos replantea la vida misma? Pero incluso aún cuando es correspondido, siempre el amor es desparejo, siempre hay uno que ama más, siempre es una relación desigual, y por lo tanto siempre hay uno que sufre. Muchas veces una relación amorosa se transforma en una lucha dolorosa, interrumpida por breves armisticios de felicidad, donde lo mejor del amor se reduce a una angustiosa promesa de felicidad que no llega nunca. Muchas veces la causa del amor es la soledad, y al creer que lo encontramos, nos deja todavía más solos. Confundimos querer con necesitar y en esa confusión nuestro amor nunca puede ser feliz. ¿Necesitamos porque amamos, o amamos porque necesitamos? Responder a esta pregunta, siempre difícil, es la clave del amor.
¿Pero cuál amor? Hay un amor más común, un amor exclusivo y absoluto hacia otra persona,  una fusión con el otro, una “media naranja” que se completa con la otra para formar una sola. Es el amor que grita: “quiero que me quieran”. Pero este amor no es plenitud sino carencia, no es fusión sino búsqueda. Es un amor  que sólo busca llenar su falencia, es un amor solitario, egoísta, posesivo, celoso, que lejos de alegrarse siempre de la felicidad de aquel a quien ama, sufre atrozmente cuando esa felicidad lo aleja de él. Es un amor que transforma a dos personas  en una relación contractual más que en una verdadera pareja. Es amar al otro por el propio bien de uno. Por eso este amor casi siempre fracasa, porque queriendo formar con el otro un solo ser, en una pareja son siempre dos. Es un amor que quiere, sí, pero que más “se” quiere a sí mismo, un amor que reprime, que acosa, que finalmente molesta y que asfixia, un amor que no deja  vivir.
Pero existe otra forma de amar, más rara de ver, más difícil de sentir. Consiste más en amar que en ser amado, más en dar que en recibir, más en gozar que en poseer. Es el amor libre entre dos personas diferentes, que nos permite disfrutar de muchos otros placeres de la vida, como de la amistad, sin la necesidad permanente y rutinaria del otro. Es el amor que da alegría y no sufrimiento, que se alegra de algo sin pedir  nada en absoluto, es el amor desinteresado, que celebra la presencia y la existencia de alguien, es el amor que da plenitud, estímulo, estima, que da vida, que da felicidad. Todos  nacemos enteros y  nadie en la vida merece cargar en sus espaldas la responsabilidad de completar lo que nos falta. Solo siendo individuos con personalidad propia podemos tener una relación saludable y verdadera.

Entonces… ¿el amor  posesivo, prisionero, interesado, que sólo quiere recibir, o el amor liberador, libre, desinteresado, que sólo quiere dar? ¿El amor que ama a su pareja o al goce exclusivo que se tiene de ella? ¿El que ama a su pareja o al hecho de que fuera suya? ¿El que ama a su pareja o a sí misma?  El amor es un estado psicológico extraordinario, que dio a muchos de nosotros los días más perfectos de nuestra vida. El amor nos da un mundo lleno de vida. Sin embargo, el amor, siempre peligroso,  pone la fuente de la felicidad en las manos de otra persona, a quien no podemos controlar del todo. Por eso sólo el amor  que ama sin reclamar, sin esperar nada, es el único que nos puede  brindar  siempre felicidad, porque es  feliz sólo por amar y no por ser amado. Toda felicidad es amor, pero no todo amor es felicidad.

¿El amor a los hijos? Quienes tenemos hijos sabemos que la paternidad es una sensación indescriptible. Pero pregunto, ¿no sería más fácil la vida sin hijos? ¿Más sencilla, más cómoda? ¿No tendríamos menos preocupaciones, menos angustia, menos sufrimiento? No hacemos hijos para ser felices, los hacemos por amor, y ya sabemos que el amor no siempre trae la felicidad. La felicidad de nuestros hijos es una gracia, pero ellos crecen y comienzan a construir sus propias vidas. ¿No tenemos derecho nosotros a seguir construyendo las nuestras, a buscar la felicidad por fuera de ellos? Y por otro lado, ¿cuántos padres no pueden o no saben expresar su  amor? ¿Cuántos padres encerrados en sus trabajos, en sus prejuicios, en sus temperamentos, en sus estructuras, desaprovechan la maravillosa oportunidad de disfrutarlos? ¿Cuántos padres son incapaces de ser felices junto a sus hijos? Los hijos no nos garantizan la felicidad, pero la vida nos da en ellos una herramienta muy valiosa para conseguirla, solo debemos aprender a utilizarla.

LOS OBJETIVOS
Algunos dicen que la felicidad procede de conseguir lo que uno quiere. Pero esa felicidad sólo puede ser  efímera. Se ve a la felicidad como un objetivo, como un fin, como una meta a donde llegar. Confundimos a la felicidad con algo a lo que se aspira, que se persigue, que se quiere alcanzar. Pero una vez que la meta se alcanza, una vez que  cumplimos con el objetivo, ¿que nos espera? ¿La felicidad permanente? Un objetivo logrado  puede dar satisfacción, pero no felicidad. Apenas lo alcanzamos, ya queda abolido. El objetivo que daba sentido, pasa a ser un hecho como cualquier otro, tan insignificante como todos. Todo logro con el tiempo se vuelve rutinario, y se comienza con un nuevo objetivo, con una nueva meta, en un ciclo sin fin que nos mantiene despiertos, ocupados, satisfechos en todo caso, pero no necesariamente felices.
La felicidad es una cosa muy diferente de la satisfacción, de los instintos o de los apetitos. Cada cual tiene los placeres que se merece, y que fundan también la felicidad que se ambiciona. Para un individuo de aspiraciones elevadas, no todas las satisfacciones son iguales. Es mejor ser un hombre insatisfecho que un cerdo satisfecho, un Sócrates insatisfecho que un imbécil satisfecho.
La felicidad no se trata de lograr un objetivo sino de buscarlo. No se trata de alcanzar un  blanco, sino de apuntar bien. No se trata de un destino, sino de un recorrido. No importa el final del camino, sino el cómo lo transitamos, lo que sentimos mientras nos acercamos, lo que somos mientras caminamos. Lo importante no es ir a  alguna parte, sino saber dónde estamos. En la búsqueda y en la expectativa radica la felicidad. El placer viene de progresar poco a poco hacia la meta, y no de alcanzarla. Como citaba Shakespeare: “Las cosas ganadas están hechas, el goce del alma yace en hacerlas”. La meta siempre está por llegar, la felicidad, en cambio, siempre está presente. La meta es objeto de una esperanza, la felicidad, en cambio, de una voluntad. El que sabe vivir, el hombre feliz, actúa sin meta, apunta al blanco con tanta mayor precisión cuanto más indiferente le resulta alcanzarlo.
Lo mismo sucede con el sentido que le damos a nuestras vidas. ¿Por qué nuestra vida debería tener un sentido? ¿Para qué deberíamos buscarle un objetivo?  La acción debería ser  suficiente, el deseo debería ser suficiente. No hay que amar la vida porque tenga un sentido, sino que adquiere sentido para nosotros porque la amamos. La verdadera finalidad de la vida es vivirla, recorrer el camino de manera armónica, superar las limitaciones y alcanzar nuestros sueños más grandes, y no los ideales que esta sociedad cargada de materialismo nos propone. La vida es un juego, y la finalidad de todo juego es jugar, disfrutar del proceso, no solo ganar. ¿Por qué vivimos? Para  transmitir, para continuar y transformar aquello que hemos recibido, para disfrutar y alegrarnos, para amar, para luchar, para crear, para aprender a vivir, para ser felices.
LAS OPCIONES
Gandhi dijo alguna vez: “La felicidad se alcanza cuando lo que uno piensa, lo que uno dice y lo que uno hace están en armonía”. Con todo el respeto que este gran hombre se merece, no estoy del todo seguro en que tenga razón. Quizás él, dueño de un espíritu generoso y lleno de buenas intenciones, conseguía su felicidad en esa armonía, en esa coherencia. Pero cuánta gente distinta hay en este mundo que piensa, dice y hace  coherentemente. Desde los piqueteros que cortan las autopistas hasta los nazis que exterminaban judíos, la mayoría cree que son buenos y que tienen buenas razones para realizar sus acciones. ¡Cuántos intolerantes, necios, mediocres hay en este mundo que actúan de igual manera! ¡Cuánta gente mala, resentida, envidiosa, llena de odio, sigue el mismo camino! ¡Cuántos imbéciles, creyendo ser dueños de la verdad absoluta,  condenan vidas ajenas cual paladines de la justicia, mientras piensan, dicen y hacen en armonía con sus ideas obtusas! ¿Pueden ser felices  en ese pedestal  sobre el cual miran a sus  juzgados? Cuántos de estos jueces se jactan de su coherencia, de su superioridad moral, de su ausencia de arrepentimiento, “¡No doy marcha atrás!“, se les escucha decir.  ¡Cuánta estupidez! La vida funciona  como un automóvil, si no tenemos marcha atrás no podemos llegar a ningún lado. ¿Cómo volvemos cuando equivocamos el camino? ¿Cómo corregimos nuestros errores sino podemos volver atrás? ¿Cómo  aprendemos sino podemos corregir nuestros errores? ¿Cómo podemos ser felices sin aprender, sin cambiar, sin crecer? Son éstos mismos jueces quienes  repiten con insistencia: “¡esto es blanco o negro!”, limitando su vida siempre a sólo dos opciones. La mayoría de las personas tienen una forma de pensar muy parecida a los patrones informáticos binarios, basados en una lógica básica, perdiéndose así la magia de la vida. ¿Por qué?
 No podemos elegir porque nuestras  mentes estrechas solo ven un camino, porque el estímulo y la respuesta condicionada que ejercitamos durante años empañan nuestras elecciones. No somos muy diferentes a un perro, que no puede elegir, a menos que logremos romper  las rígidas cadenas de nuestras cabezas. ¿Cómo podemos decir que hemos vivido plenamente cada día, por el simple hecho de experimentar todos los días  las mismas emociones a las que nos hemos hecho adictos?  Vivimos repitiendo y repitiendo, nuestros actos, nuestros comportamientos, nuestras emociones. A veces nos volvemos tan adictos a los hábitos de nuestra vida que no podemos corregir nuestros errores  aunque los veamos, que no podemos dejar el trabajo aunque no nos guste, que no podemos dejar a nuestra pareja aunque no nos sirva. La repetición es lo contrario de la evolución, para evolucionar debemos aprender. Los dinosaurios se extinguieron por no haber evolucionado, por no haberse adaptado. Eran prisioneros de sus instintos. Por ello hay que improvisar, adaptarse al terreno, lo que implica caminar; recuperarnos de nuestras caídas, lo que implica levantarse; corregir nuestros errores, lo que implica dar marcha atrás; curar nuestras heridas, nuestros prejuicios, lo que implica pensar.
El conocimiento, la empatía, la diversidad, la flexibilidad de nuestras mentes, son  las llaves que desbloquean los  sistemas dogmáticos de creencias y abren la puerta a realidades cada vez mejores. La vida está llena de colores como para limitarla sólo a dos. Pobre del que solo ve blanco o negro, sus posibilidades de felicidad se reducen ampliamente. Cuando pensamos, lo hacemos escogiendo posibilidades que están a nuestro alcance; quien ve más posibilidades hace una elección mejor, piensa mejor. La clave de nuestra felicidad se basa en ampliar el campo de visión de posibilidades. Los colores de la vida nos permiten tener sueños más grandes, más opciones, más chances de ser felices. Cuando se expanden nuestros límites es  cuando nos sentimos felices. Cuando nuestros límites se contraen,  nos volvemos infelices, quedando identificados con una pequeña larva. La vida es una elección, una continua adaptación a lo nuevo, a lo imprevisible, es elasticidad. Lo contrario significa rutina, hábito,  principio de muerte. Si la gente pudiera ver toda la acuarela de colores, si supiera cual es el potencial de la vida, si conociera otros estados  de la conciencia, más allá de soñar, de dormir, del placer, de juzgar, sería mucho más feliz de lo que es.
Estamos aquí para ser creadores, para llenar el espacio con ideas y multitud de pensamientos. Estamos aquí para hacer algo de esta vida. Para hacer algo de nosotros mismos. Si seguimos con los mismos pensamientos, con las mismas experiencias, jamás evolucionaremos como seres humanos. Crear, evolucionar, romper con antiguos patrones, ser magos. El hecho de ser creadores, de que en verdad podamos crear nuestra experiencia de vida, nuestra realidad, el hecho de que tengamos esa capacidad, señala la razón de la felicidad.
Me quedo con una máxima de Epicteto: “No pretendas que las cosas ocurran como tú quieras. Desea, más bien, que se produzcan tal como se producen, y serás feliz”.
DESAPARECER
Recuerdo una bella película, “Billy Elliot”, donde un niño luchaba contra los prejuicios de una sociedad conservadora por bailar danza clásica. En su audición le preguntaron qué sentía cuando bailaba. Me quedó grabada la respuesta: “desaparezco”, contestó.  Existe un estado de bienestar, ligado a las habilidades de cada uno, que los psicólogos modernos llaman “FLUIR”.  Puede aparecer en un deporte, en momentos intelectuales, en la lectura, en el arte, con la música, hasta en nuestro trabajo. Es un momento donde nos   dejamos llevar por un estado de admiración y desconcierto,  donde quedamos profundamente absortos en lo que estamos haciendo, donde nuestra conciencia se funde con nuestros actos, donde estamos disueltos en algo completo y grandioso, donde no pensamos en el éxito ni en el fracaso, donde solo nos motiva el acto mismo. Es un estado de éxtasis donde sentimos que casi no existimos, donde nos olvidamos de nosotros mismos, donde todo fluye por sí mismo. Todo aquel que lo haya sentido sabe de lo que estoy hablando. ¡Qué es la felicidad sino desaparecer! Desaparecer de los problemas, de las personas que nos rodean, del mundo. No sentir dolor, no sentir placer, no sentir nada, solo desaparecer. Desaparecer mientras  uno hace lo que le gusta, mientras ama, mientras vive. Desaparecer mientras somos felices, ser felices cuando desaparecemos.

VOLUNTAD  Y  LUCIDEZ
La felicidad y el optimismo son dos caras de la misma moneda. Sería muy extraño encontrar a un pesimista feliz o a un optimista infeliz. Ser optimista es tomarse las cosas por el lado bueno, o pensar, cuando son dolorosas, que ya se van a arreglar. Ser optimista es construir, ser pesimista es destruir. Siempre es más fácil destruir que construir, por eso la mayoría de las veces somos pesimistas, por eso nos cuesta ser felices. Ser optimista es actitud.  Ser feliz es actitud. Lo que nos hace actuar no es la esperanza, sino la voluntad. Los que hacen que las cosas cambien no son los que esperan, sino los que luchan. La felicidad pertenece a la voluntad y no a las circunstancias, pertenece a nuestros pensamientos  y no al mundo que nos rodea. Podemos pensar lo peor pero luego debemos actuar para evitarlo. Nos puede pasar lo peor, pero debemos actuar para revertirlo. Siempre es necesario remontar la pendiente en lugar de dejarse arrastrar, siempre aspirar a la alegría más que a la tristeza, siempre gobernarse en lugar de abandonarse. No dejaremos así de morir, de sufrir, de envejecer, pero habremos vivido más y mejor. Alegrarse de vivir y de luchar, si eso no es la felicidad, ¿qué es la felicidad?
Actitud entonces, pero a condición de no sacrificar por eso ni un gramo de lucidez. La lucidez es el primer paso para la felicidad. La verdad vale más que la felicidad. ¿De qué sirve creernos felices  mintiéndonos a nosotros mismos? Una felicidad hecha de ilusiones sería una falsa felicidad. Solo hay felicidad verdadera en la verdad. Saber distinguir lo que depende de nosotros de lo que no, lo que puede cambiarse de lo que no, lo real de lo imaginario, la verdad de la ilusión. Ver las cosas como son, para luego poder transformarlas. Al buscar la verdad encontraremos la felicidad, y no al revés.

LA ESTABILIDAD
Quizás la felicidad consista en tratar de mantener cierta estabilidad emocional, donde, aún con altibajos, aún con penas y problemas, la alegría sea inmediatamente posible, donde el placer pueda surgir todos los días, donde el amor exista  en  todo lo que hacemos, donde la felicidad sea inminente en cada acto de nuestra vida.
Así como las plantas necesitan ciertas condiciones para existir (tierra, sol, agua), nosotros necesitamos una buena base emocional para ser felices. Necesitamos arriesgarnos, sufrir, equivocarnos, para así aprender, para así ganar la experiencia necesaria, para así hacernos de las herramientas vitales que nos permitan ser felices. Arriesgarnos a sufrir, sufrir para aprender, sufrir para estar mejor, sufrir para ser felices. Necesitamos cimientos fuertes y flexibles que aguanten los sismos que se nos presentan en la vida. Necesitamos la madurez necesaria para saber cuándo debemos reír y cuándo debemos llorar, para saber que no todo dura para siempre, para saber disfrutar de todo mientras  dure,  para poder recordar con alegría cuando  todo acabe.
Jacinto Benavente decía: “La felicidad no existe en la vida, sólo existen momentos felices”. En algo tiene razón, la felicidad no es permanente. La felicidad es una emoción, y como todas las emociones, es efímera. Quizás la felicidad sea entonces la  estabilidad que nos permita disfrutar de esos “momentos felices”. No debemos creer en una felicidad permanente, continua, estacionaria, perpetua. Esa felicidad  es solo un sueño. Incluso cuando somos felices tenemos momentos de cansancio, de tristeza, de inquietud. La soledad, el vacío, la angustia, también forman parte de nuestra vida, al igual que el placer, al igual que el amor. La vida es  un paquete completo, con trabajo y reposo, con placer y dolor, con risas y llantos, con felicidades y desgracias. Así debemos aceptarla,  así debemos ser felices, de eso se trata.
CONCLUSIONES
Seguimos pensando que la felicidad o la infelicidad están inducidas por las emociones desatadas por los demás, por los miedos provocados por el trabajo, por la seguridad que nos da el dinero. Tendemos a creer que la fuente de la felicidad como la de la desgracia depende  del resto de la manada. Subestimamos nuestra existencia, sin darnos cuenta que en nosotros yace nuestra felicidad.
Podemos ser felices en la riqueza y en la pobreza, en nuestro trabajo o en nuestro hogar, en pareja o en soledad, con o sin hijos, con o sin objetivos, en cualquier actividad que emprendamos. La felicidad implica descubrir quienes somos, cuanto valemos, que queremos. La base de nuestra felicidad está en lo que hacemos y en cómo amamos, lo que se resume en dónde trabajamos y en las personas que tenemos a nuestro lado. Podemos ser felices en muchas circunstancias, sin muchas condiciones, pero siempre sintiendo placer, siempre en la verdad, siempre con lucidez, con libertad, con optimismo, con voluntad, siempre sabiendo que podemos equivocarnos, siempre viendo todos los colores, desapareciendo cada vez que podamos, siempre amando, siempre creciendo, siempre viviendo.
La felicidad no tiene fórmula, o tiene miles, cada uno debe buscar la suya. No todo el mundo es feliz de la misma manera. No todos los hombres son felices con la misma felicidad,  no toda felicidad es para todos los hombres. La felicidad no es algo que se pueda obtener, encontrar o alcanzar directamente. La felicidad  no es un ideal, sino un proceso, siempre aproximado, siempre inestable. Es una experiencia  y a  cada uno le corresponde inventar la suya. Es una relación, pero no con los otros, sino en nosotros, entre lo que somos y hemos sido, entre lo que somos y queremos ser, entre lo que deseamos y hacemos. La felicidad no es una meta, sino un medio, un camino. No es absoluta, sino relativa, siempre parcial, nunca completa. No hay que soñarla, no está hecha, hay que hacerla, hay que construirla, hay que crearla. ¿Por qué? ¿Para qué?
La  vida es  pasajera, en algún momento se nos termina, tiene un final impredecible, nadie sabe cuánto tiempo le queda. La mayoría de nosotros morimos y no somos felices. Lo menos frecuente en este mundo es vivir, la mayoría de la gente solo existe. Si fuésemos inmortales, aún sin ser felices, tendríamos tiempo de esperar, pensaríamos que la felicidad nos llegaría algún día. Si fuéramos felices, aquí y ahora, nuestra vida bastaría para colmarnos, aceptaríamos morir. Pero saberse mortal sin considerarse feliz, es una razón suficiente para luchar, para cambiar, dos acciones claves para lograr la felicidad. Nunca vivimos, sino que esperamos vivir. Al prepararnos constantemente para ser felices, es inevitable que no lo seamos nunca. A fuerza de esperar no vivimos nunca. ¡Basta de esperar! ¡A esperar menos y a querer más!
¡Que no predomine en nuestra vida  la rutina, la desidia, el dogmatismo, el rencor!  ¡Luchemos por la renovación, la voluntad, la empatía, el amor! ¡Hagamos que la vida nunca pierda su color! Sólo nos aguarda la nada, razón de más para inventar lo mejor siempre. Esta vida es nuestra única oportunidad, no la desperdiciemos. Goethe lo vio claramente: “La vida es corta, no la hagamos también pequeña”.  Podemos hacer lo que queramos, lo difícil es querer hacer algo. Somos los únicos responsables de nuestro destino. Nosotros somos nuestro principal impedimento para ser felices. Aprendamos a vivir, antes de que sea demasiado tarde.

        ¡Hagan lo que tengan que hacer para ser felices en la vida!

Javier Ávila, Médico y filósofo. Pensador. 






sábado, 29 de noviembre de 2014

Columna Carmela III
Relatos psicológicos de una adolescente aparentemente de manual.
El secreto



Hoy comienzo con un relato que mi abuela Rafaela Juana repetía sin cesar en la galería de su casa de campo, y dice así:
La vieja se la  pasaba abajo del árbol cuidando con una escopeta los higos, y los mocosos no sabían cómo robarlos,  entonces un día se pusieron unas sábanas blancas y se paseaban por las pircas y uno decía:
- Ánima de la antera, subite y trepá la higuera.
Y el otro contestaba:
-Antes cuando estábamos vivos, comíamos de estos higos, ahora que estamos muertos, comemos pan revuelto...
 Y la vieja salió cagando y le morfaron todos los higos”. Fin.

Creo que ha cavado hondo esa historia entre los primos, voy a relatarles antes sus ojos, que espero no pequen de juzgadores, sino de sanos espectadores, para que puedan disfrutar de este secreto que procederé a contarles.

Una noche del verano de hace unos cuatro años atrás, habíamos quedado en juntarnos después de la cena en la plaza del pueblo, con el fin de cantar unas canciones al son de la guitarra a la que tan desprejuiciadamente uno de mis primos mayores se atrevía. Esa noche algo andaba mal, no se bien si se debía a esas raras percepciones que siempre azotaban mi mente, y que a veces son tan precarias y producto de mi traviesa y fluctuante imaginación, o bien, vaticinaba con crédito los sucesos que devendrían en la posterioridad más próxima. El caso es que fuimos llegando de a poquito, como acostumbrábamos cada noche de verano, en el orden en que cada casa se estilaba a cenar, por ejemplo: La familia que primero cenaba era la de los BT, que cumplían su estadía vacacional en la casona central de la manzana, propiedad de mi abuela R, por arreglo con el resto de los hermanos, la primer quincena de enero todos los años. Casualmente en aquel momento que en breve relataré, esta familia no se encontraba ya ocupando la casa, pues estábamos en febrero, y el turno le correspondía a la otra tía, la de Buenos Aires, la madre de Castaña.
A propósito de mi tía, cabe contar que fue ésta quien me enseño que a mi cara le sentaba mejor sonreír. Ella siempre decía que sonreír te hacia más linda. Y es verdad. Hay una tremenda diferencia en mi cara entre el gesto de seriedad y la sonrisa. Cuando no sonrío me veo de una forma rígida, dada por  mi pequeña boca de labios finos, poco generosa, tímida y sin gracia. Ahora cuando aparece la mueca de sonrisa todo cambia en mí. El semblante se llena de luminosidad y hasta parezco más bonita. Tal vez lo soy. No estoy segura. Dado que creo que una chica bonita lo es seria o riendo, de frente o perfil. Y en mi caso también falla ahí. Mi perfil no es para nada amable según mi óptica. De frente resulto más armónica. Mucho más. No sé cuál es el ideal de belleza que subyace a nuestras percepciones, pero sospecho que tiene que ver con las proporciones simétricas de las figuras, algo de física hay en este tema que no tiene que ver con cánones impuestos socialmente. Algo inconsciente. Algo hasta prehumano. Creo que conocerse en la adolescencia pasa por ir descubriendo esos ángulos propios en los que una se gusta más. O menos. Y pienso que lo mismo sucede con la vida.
Una adquiere tips para sentirse más linda. Así aprendí a sonreír. No por otro motivo. Tal ve quisieran que les diga que sonrío porque la vida es bella, pero no. Sonrió para verme más bella, así de narcisista puedo ser. Aunque en definitiva, verme bella hace la vida más bella…
Volviendo al entramado de suspenso en que los metí, prosigo con el cuento. El caso viene por otro lado. Yo no cenaba en casa de mis padres por esos días, pues acostumbraba a instalarme sin reparo alguno, y con esa ausencia de pudor característico de mi familia ampliada, en la casona central ya mencionada, la de mi abuela. La que queda en el corazón de la manzana familiar, centro neurálgico de los acontecimientos. ¿Vieron que hay casas donde pasan cosas, y otras que permanecen inmutables a través del tiempo? Como si sus habitantes no vivieran salvo cuando se los ve. Bueno, la casa de mi abuela es de esas donde suceden cosas. Y cosas fuertes…
Insisto en esto de la cena y sus formas porque llegaba a convertirse adentrado el verano en un ritual cuasi-mágico, al punto que a veces aparecían verduras en su máximo punto de cocción sin siquiera haber pasado por una llama, es más, sin haberlas adquirido en la verdulería… Sucedían cosas extrañas por entonces, con decir que una vez hasta encontramos una sandía enorme en el “quincho” de aquella casa, y sin explicación alguna de su paradero procedimos a comerla… el efecto fue desastroso, ya que la misma pertenecía a un tío abuelo, cuya casa quedaba a la vuelta de la nuestra, y quien había dedicado todo un verano a cuidarla. Pero era así, las cosas desaparecían de su lugar de origen y aparecían en la casa de mi abuela, o por ahí cerquita.
Nosotros éramos algo así como" los visitantes", observados, a mi entender, como seres que de rompe y raje aparecían con el solsticio de verano y se esfumaban a fines de febrero, con suerte seguíamos hasta un 8 de marzo.
Fue así que como quien no quiere la cosa, la juntada se fue armando como todas las noches. Primero llegaron unos cuantos de los primos mayores, quienes entablaban ya relación con pueblerinos vecinos y propios; es decir, ya habían conformado un grupo bastante heterogéneo de gente. Y de gustos bien variados, sobre todo de helados… ya verán.
El evento que nos congregaba esa noche era la previa del cumpleaños de EE, quien en vísperas de sus 14 años nunca imaginó que terminaría siendo un fugitivo de la justicia comunal, y menos aún que la causa del delito sería la contraparte de una jugarreta entre primos, bueno, entre primos y algo más.
Les traigo el relato nuevamente para no jugar con su ansiedad queridos lectores, estimo que muchos de ustedes estarán pensando cuándo aparecerá la figura que los identifique… porque sepan que aquí ninguna similitud con la realidad es mera coincidencia….
Eran eso de las once de la noche, juntábamos en la explanada cerca de 20 personitas de variadas edades que oscilaban entre los 9 y los 17 años, importante es destacar que no había  gente ya imputable… Dato no menor, dado cómo se desarrollaron los acontecimientos.
Lo inimputable, además,  de esa noche fue el exceso de helado que había por doquier, cuando me asomé al mástil central de la placita vislumbré cerca de cinco cajas de diferentes gustos, ¡Epa, que me entusiasmé! Jamás había gozado de tanta licencia para comer esa delicia que es el helado, y sobre todo el helado que uno no pagó. Para el caso daba lo mismo de quien era, pues nadie preguntó respecto su procedencia, transformándonos uno a uno en cómplices de lo que se desencadenaría después.

Era otro día ya, amanecíamos casi todos los días a eso de las 11 am. en casa de mi abuela. Empezaba el día, recuerdo esto con tanta emoción, sentada junto a mis primas, que eran muchas, en la mesa de mármol situada fuera de casa, entre dos grandes paraísos que daban una sombra casi circular cubriendo la mesa. Era tan reconfortable desayunar allí; llegaba Dorotea, gran amiga de mi abuela y la más leal de las señoras del pueblo, con su jarra siempre llena de té, que dejaba caer en las grandes tazas vidriadas de color marrón medio cobrizo. El té no me gustaba mientras vivía en la ciudad, me parecía sumamente aburrido, pero en aquel lugar todo tomaba otro sabor, y yo disfrutaba de esa infusión en demasía, que acompañado por los enormes criollos con manteca y dulce hacían de mis desayunos los momentos más inspiradores del día. Pero aquella mañana de verano tomó un extraño color.
Levantada ya y pasada mi primera hora de introspección en al que sólo hablaba conmigo misma, me acerqué al resto de la familia que se había congregado en el quincho, inquieta por cierto murmullo indómito que invocaba al gentío. Pregunté qué estaba sucediendo y con mis diez años y poca autoridad no obtuve respuesta alguna, pero mi intuición, aunque incipiente, ya era de lo  más fuerte y poderosa como para prever lo turbio de un asunto que sobrevolaba por las narices fruncidas de los tíos allí reunidos.
El caso es que el helado disfrutado, gozado, comido en cantidades siderales como jamás volvería a ser en mi vida, no era nuestro.
Como tampoco la sandía que mencioné y que con atrevimiento y hambre devoramos una madrugada.
Tampoco eran nuestras las uvas, ni los tomates, ni los choclos, ni los zapallitos que juntábamos con tanta impunidad por los campos de alrededor. Pero ¿saben qué? Nunca comí un helado con tanta felicidad. Creo que era la felicidad de saber estar haciendo lo prohibido, pero escudada en la supuesta ignorancia de su procedencia.
Sucedió que esos helados pertenecían  a la primera heladería del pueblo, que consistía en cuatro paredes con una superficie de dos por dos, y puerta mitad madera, mitad aire…  suficiente para tentar a un grupo de niños veraneantes a transgredir ese espacio de aire, y con él la ley.
                     Con diez años y ya al margen de la ley. Ese es mi secreto. Mi mancha. Mi pasado condenado.
                    Oh, quería yo llevar un prontuario impoluto, no pudo ser.
 Algo similar a lo de la vieja que fue asustada por los mocosos, como conté al comienzo de este relato, sucedió con los helados. Sólo que  la invisibilidad de la dueña cuidando sus ricuras facilitó el camino a los pequeños ladronzuelos.  Pues, solo había mocosos jugando con la ley sin conocerla.
Mi reflexión al respecto es la siguiente. Si hubiera seguido mi pálpito hubiera dicho que no, y no hubiese sido cómplice del delito cometido por la pura gula. Pero justamente sucedió eso, me deje llevar por el instinto y dije que sí, comí y comí sin parar de cuanto pote de helado caía sobre mis manos, sin pensar siquiera un segundo sobre el hecho misterioso de que pudiera haber tanto en poder de niños.
La gente dice que de lo único que se arrepiente es de no haber hecho ciertas cosas, yo disiento absolutamente con ese pensamiento. Yo de lo que no me arrepiento es de los no. Los sí… dejan mucho que desear.

Entonces revuelvo en mi conciencia al respecto y veo que los no que dije me trajeron paz. Aprender a decir no es el gran desafío de la humanidad temprana, eso me preparará para una adultez sensata pienso. Mientras… me lleno de sí equivocados.

sábado, 4 de octubre de 2014

La vida, amalgama de lugares intransitados
por donde sólo el tiempo  corre a favor.
Hay mil caras gastadas en el viento
que no conocen la sonrisa libre,
ni la ventura de un magnate dios.
Sobran hojas de esta historia escrita,
faltan voces,
bocas laceradas,
ojos mutilados por martillos de poder,
pies cansados
con barro del cielo,
que andan errantes
buscando su sombra
en un tiempo sin tiempo...
Yacen en el fondo de las horas
cuerpos sobrevivientes,
sin derecho al derecho,
sin alma ni voz.
A ellos les canto en esta noche huérfana.
A ellos les pido que alcen su honor,
que resistan conmigo el silencio importado,
la belleza resiste al gran locutor.
Cuántas flores murieron púberes
Cuántos colores perdimos
¡Cuántos hijos del dolor!

Casas


Hay casa que me gustan
y en las que nunca viviré.
Pero cómo me gustan.
Como si escondieran en sus paredes  alguna vida mía.
Me imagino usando cada uno de sus espacios,
y los acaricio
con un sueño.

Me gusta ver las casas vivir.

Eclipses

Un Eclipse de luna oculta tu rostro
Mientras la noche madura entre  mis brazos
Y cae en mis manos cansado el viento
Buscando el reposo de andares inciertos
El cielo en vigilia espera estoico
La coartada de la tierra, que se marche
Que se aleje de tu cuerpo de cristal...
Me acerco a tu alma que huele a desgano
Y apenas te rozo se deshace tu imagen
Me quedo en tu sombra, envuelta en silencio
Dibujo tu forma, y quiero atraparla
No me dejes, me pesan las manos
El viento se escapa...
Y oscuras las horas me guardan esclava
Otra vez en el mismo letargo
La espera sin tiempo
La mirada vedada
Y el paso ligero

Por el olvido, por la nada...

Dudas

Desgarramiento. Cuerpo. Solo materia.
Pronta disolución del cosmos que arrebata el alma.
Soledad que pesa, que mata,
¿cómo se siente una flor en medio del desierto?
¿Existo o soy mi propio sueño?
¿Y si tan solo soy un pensamiento, hipostasiado en el tiempo?
Si nada me atraviesa, nada soy.
El viento toca más que mi existencia.
¿Cuál es el sentido de tan insoportable conciencia?
Ya no creo.
Testigo presencial de momentos que no me pertenecen.
Observo.
Quietud insostenible ante un  mundo que simula movimiento.
Reclamo el derecho a la propia historia,
Y ante esto me declaro intransigente.
¿Seré pensamiento de alguien en este momento?

Tal vez, solo fugaz, pensamiento.
Atávicas pasiones emergen desde el fondo del día,
¿detenerlas o realizarlas?
Ya no sé a dónde me lleva el tiempo.
Mis pasos son próximos, breves,
Como si adivinaran un vacío.
No temo. Quiero vivir
¿Cuál es mi vida?
Espero… y otra vez el susurro del viento en mi ventana,

Secretos que vuelven solo en madrugada.