Pequeño ensayo sobre la Felicidad
Volvía de vacaciones. Se sentó a mi lado un hombre
que llamó mucho mi atención, era
distinto al resto de la gente. Conversó amablemente conmigo y con otros
pasajeros, pero yo no podía descubrir en qué me resultaba extraño. No era su
rostro, ni su mirada, ni su ropa, ni sus palabras, ni sus acciones, ni su
pensamiento, no había nada específico ni raro en él. Después de observarlo un
rato, el conjunto de todos los pequeños detalles me dio la respuesta. Lo que lo
hacía diferente no era su rostro, sino su sonrisa permanente; no era su mirada,
sino el brillo en sus ojos; no era su ropa, sino su sencillez; no eran sus
palabras, sino su tono lleno de paz; no eran sus acciones, sino sus gestos al
mirar a su esposa; no era su pensamiento, sino su espíritu. Descubrí en ese
hombre a un hombre vivo, a un hombre feliz. Me pregunté entonces por qué esa
felicidad me resultaba extraña. En el acto
recordé lo que había leído hace algunos años. Resulta que un
librepensador le preguntó a un anciano sacerdote católico: “Padre, dígame que
ha descubierto en toda esta vida de confesor, qué le ha enseñado esta larga
intimidad con el secreto de las almas… ” Después de reflexionar unos instantes,
el anciano cura le responde: “Le diré dos cosas. La primera, que no hay grandes
personas. La segunda, que la gente es mucho más infeliz de lo que creemos”. Mi
pregunta tenía una respuesta sencilla. La felicidad no es común entre nosotros.
Vemos frecuentemente gente apurada, enojada, presionada, pesimista, vemos mucha
gente infeliz por todos lados. Vemos gente adormecida, anestesiada, ensimismada,
cuasi muerta. Pocas veces vemos gente viva, sólo vemos gente que vive, o peor
aún, gente que sobrevive.
Podemos ver también gente alegre, sonriente, divertida, pero eso
no significa felicidad. Tiene más que ver con un carácter que con una condición,
tiene más que ver con una forma de ser
que con la felicidad. “Las grandes alegrías no se manifiestan con la risa, sino
con las lágrimas”, decía Pascal. Muchos de
nosotros andamos por la vida ocultando nuestras desgracias, nuestras debilidades,
nuestras miserias, nuestros fracasos, a veces con indiferencia, a veces con
agresiones, a veces con una sonrisa. Casi todos somos actores en este gran juego
que es la vida, mostrando sólo los logros y la parte visible de nosotros, pero
guardando celosamente nuestra parte más oscura,
nuestra parte más verdadera, nuestra infelicidad. Pero ¿por qué? ¿Por qué no somos felices?
Dejando afuera a las personas que tienen verdaderos problemas, ¿por qué el resto de nosotros no somos capaces de ser
felices cuando todo va más o menos bien, cuando lo tenemos todo
para serlo? Seguramente porque no sabemos vivir, no sabemos ser felices. Pero
entonces, ¿Qué es la felicidad?
LA RIQUEZA
Todos en algún momento de nuestra vida confundimos la
felicidad con el dinero, con el poder, con el éxito, con el prestigio, con la
superficialidad. Muchos todavía siguen buscando compulsivamente el dinero que los haga felices,
sin percatarse que en esa búsqueda se les escapa la vida. Para ellos el ideal
de felicidad consiste en tomar, poseer y conservar, mientras que la verdadera
felicidad consiste en conocer, gustar y alegrarse. La riqueza y la fama traen
aparejada la ansiedad y la avaricia, y no la paz y la felicidad. Algunos se han
dado cuenta del error al haber conseguido lo que buscaban, y sintiéndose, sin
embargo, completamente vacíos, infelices,
desorientados, sin saber por dónde recomenzar. Aquellos que creían que el
dinero compraba la felicidad, nunca supieron
dónde comprarla. No hay nada más triste que una vida sin sentido, incluso
aunque tengamos éxito. ¿Qué nos enseña nuestra sociedad? Competencia, consumo,
individualismo, comparación. Sólo nos da la información necesaria para salir a
comprar una hamburguesa. No es suficiente. Debería enseñarnos que la felicidad
va más allá de lo que tenemos, debería hacernos conocer nuestro potencial humano,
debería hacernos saber lo que
podemos lograr en la vida.
El dinero no es la felicidad, pero contribuye mucho a
lograrla, porque vivimos en un mundo material y eso es ineludible. Todas las
investigaciones científicas actuales sostienen que por debajo de los niveles
medios de subsistencia, el dinero da la felicidad. Sin embargo, cuando el nivel
económico se eleva, también crece el nivel considerado necesario para volver a
sentir placer. Por otra parte, la tendencia a compararnos socialmente con los
demás genera grandes dosis de frustración que el dinero no puede calmar. Una
vez que las necesidades básicas están cubiertas, el dinero no puede comprar más
felicidad.
Aquellos que
trabajan solo por los resultados económicos y el éxito a ultranza, sin darle a
su esfuerzo una finalidad superior, trabajan solo para sobrevivir. Solo obtendrán una parte mínima de satisfacción,
nunca estarán motivados, e incluso a pesar de tenerlo todo, la felicidad estará
siempre lejos de su alcance.
EL PLACER
También buscamos la felicidad en el placer, al que
relacionamos directamente con el dinero. A mayor riqueza, mayores posibilidades
de sentir placer. La comida, el alcohol, el sexo, fueron deseos muy requeridos en todos los tiempos. ¿Pero es
suficiente sentir placer para ser
felices? No podemos disfrutar de los placeres corporales todo el día. La comida
y el sexo sacian. Más allá del nivel de satisfacción llevan al desagrado. Las
hormonas que regulan nuestro placer, las endorfinas, también se hallan en
organismos unicelulares simples, de modo que el placer es muy básico. Al igual
que todo el reino animal, fuimos diseñados para funcionar en base al placer.
Somos adictos al placer y nuestro cerebro está preparado para recordar el
placer y buscar el placer, y eso es lo que dirige la evolución humana,
asegurando nuestra supervivencia. Esa es la meta final en nuestra biología,
encontrar el placer y evitar el dolor. Pero este mecanismo también existe en
las ratas. Nuestro cerebro no es igual al de otros animales, es más complejo,
tiene más funciones, no podemos limitarlo
únicamente al placer físico.
Nuestro cerebro nos permite pensar objetivos
a largo plazo, escapar de la tentación de los objetos deseados y considerar los
riesgos en relación a los placeres presentes. Nuestro cerebro fue diseñado
para tener nuevos sueños, nuevas
realidades, nuevas emociones. Podemos disfrutar de otro tipo de placeres, no
corporales, intangibles, pero tan o más placenteros que los básicos.
Disfrutamos del arte, de un libro, de la música, de una canción; disfrutamos de
una idea, de la ciencia, de la religión; disfrutamos de una conversación, de la
amistad, del amor.
Buda basaba su felicidad en el desapego a los placeres. “Para no sufrir, no desear”,
argumentaba. Para ser feliz, hay que renunciar a los placeres ¿Pero qué
sabríamos de la felicidad sin el placer? El deseo y el placer nos acarrean dolor, sí, pero
también traen nuestros mayores goces. ¿Cómo renunciar al placer? ¿Cómo
renunciar a nuestra naturaleza? Cortar con los deseos para escapar de las
pérdidas, o evitar el triunfo para
escapar a las derrotas, es una ofensa a la naturaleza humana. Una vida sin
pasión, no es una vida humana. La vida debe ser vivida al máximo. El deseo es
la naturaleza del hombre. Dejar de desear sería dejar de vivir. No se trata de
dejar de desear. No se trata de suprimir el deseo sino de transformarlo, de
convertirlo, desear un poco menos lo que nos falta y un poco más lo que
tenemos; desear un poco menos lo que no depende de nosotros y un poco más lo
que sí depende. Sufrimos demasiado por lo poco que nos falta y gozamos poco de
lo mucho que tenemos. El placer debe ser parte de nuestras vidas, pero no
cualquier placer, ni siempre los placeres más fuertes. El placer es la meta,
pero no siempre el camino. Epicuro dio en la tecla: “Es imposible vivir una
vida placentera sin vivir también con prudencia, noble y justamente: y es imposible
vivir con prudencia, noble y justamente, sin vivir placenteramente”. Toda felicidad es placer, pero no todo placer es felicidad.
EL AMOR
El amor muchas veces causa nuestra felicidad, pero no
siempre, pero no de manera constante. También es causante de nuestras desgracias, de nuestras
tristezas, de nuestra desesperación. ¿Quién no ha sufrido un amor no correspondido, siempre asfixiante, siempre
angustiante, que nos replantea la vida misma? Pero incluso aún cuando es
correspondido, siempre el amor es desparejo, siempre hay uno que ama más, siempre
es una relación desigual, y por lo tanto siempre hay uno que sufre. Muchas
veces una relación amorosa se transforma en una lucha dolorosa, interrumpida
por breves armisticios de felicidad, donde lo mejor del amor se reduce a una
angustiosa promesa de felicidad que no llega nunca. Muchas veces la causa del
amor es la soledad, y al creer que lo encontramos, nos deja todavía más solos.
Confundimos querer con necesitar y en esa confusión nuestro amor nunca puede
ser feliz. ¿Necesitamos porque amamos, o amamos porque necesitamos? Responder a
esta pregunta, siempre difícil, es la clave del amor.
¿Pero
cuál amor? Hay
un amor más común, un amor exclusivo y absoluto hacia otra persona, una fusión con el otro, una “media naranja”
que se completa con la otra para formar una sola. Es el amor que grita: “quiero
que me quieran”. Pero este amor no es plenitud sino carencia, no es fusión sino
búsqueda. Es un amor que sólo busca
llenar su falencia, es un amor solitario, egoísta, posesivo, celoso, que lejos
de alegrarse siempre de la felicidad de aquel a quien ama, sufre atrozmente
cuando esa felicidad lo aleja de él. Es un amor que transforma a dos
personas en una relación contractual más
que en una verdadera pareja. Es amar al otro por el propio bien de uno. Por eso
este amor casi siempre fracasa, porque queriendo formar con el otro un solo
ser, en una pareja son siempre dos. Es un amor que quiere, sí, pero que más
“se” quiere a sí mismo, un amor que reprime, que acosa, que finalmente molesta
y que asfixia, un amor que no deja
vivir.
Pero
existe otra forma de amar, más rara de ver, más difícil de sentir. Consiste más
en amar que en ser amado, más en dar que en recibir, más en gozar que en poseer.
Es el amor libre entre dos personas diferentes, que nos permite disfrutar de
muchos otros placeres de la vida, como de la amistad, sin la necesidad permanente
y rutinaria del otro. Es el amor que da alegría y no sufrimiento, que se alegra
de algo sin pedir nada en absoluto, es
el amor desinteresado, que celebra la presencia y la existencia de alguien, es
el amor que da plenitud, estímulo, estima, que da vida, que da felicidad.
Todos nacemos enteros y nadie en la vida merece cargar en sus
espaldas la responsabilidad de completar lo que nos falta. Solo siendo
individuos con personalidad propia podemos tener una relación saludable y
verdadera.
Entonces…
¿el amor posesivo, prisionero,
interesado, que sólo quiere recibir, o el amor liberador, libre, desinteresado,
que sólo quiere dar? ¿El amor que ama a su pareja o al goce exclusivo que se
tiene de ella? ¿El que ama a su pareja o al hecho de que fuera suya? ¿El que
ama a su pareja o a sí misma? El
amor es un estado psicológico extraordinario, que dio a muchos de nosotros los
días más perfectos de nuestra vida. El amor nos da un mundo lleno de vida. Sin
embargo, el amor, siempre peligroso,
pone la fuente de la felicidad en las manos de otra persona, a quien no
podemos controlar del todo. Por eso sólo el amor que ama sin reclamar, sin esperar nada, es el
único que nos puede brindar siempre felicidad, porque es feliz sólo por amar y no por ser amado. Toda
felicidad es amor, pero no todo amor es felicidad.
¿El
amor a los hijos? Quienes tenemos hijos sabemos que la paternidad es una sensación
indescriptible. Pero pregunto, ¿no sería más fácil la vida sin hijos? ¿Más
sencilla, más cómoda? ¿No tendríamos menos preocupaciones, menos angustia,
menos sufrimiento? No hacemos hijos para ser felices, los hacemos por amor, y
ya sabemos que el amor no siempre trae la felicidad. La felicidad de nuestros
hijos es una gracia, pero ellos crecen y comienzan a construir sus propias vidas.
¿No tenemos derecho nosotros a seguir construyendo las nuestras, a buscar la
felicidad por fuera de ellos? Y por otro lado, ¿cuántos padres no pueden o no
saben expresar su amor? ¿Cuántos padres
encerrados en sus trabajos, en sus prejuicios, en sus temperamentos, en sus
estructuras, desaprovechan la maravillosa oportunidad de disfrutarlos? ¿Cuántos
padres son incapaces de ser felices junto a sus hijos? Los hijos no nos
garantizan la felicidad, pero la vida nos da en ellos una herramienta muy
valiosa para conseguirla, solo debemos aprender a utilizarla.
LOS OBJETIVOS
Algunos dicen que la felicidad procede de conseguir lo
que uno quiere. Pero esa felicidad sólo puede ser efímera. Se ve a la felicidad como un objetivo,
como un fin, como una meta a donde llegar. Confundimos a la felicidad con algo
a lo que se aspira, que se persigue, que se quiere alcanzar. Pero una vez que la
meta se alcanza, una vez que cumplimos
con el objetivo, ¿que nos espera? ¿La felicidad permanente? Un objetivo logrado
puede dar satisfacción, pero no
felicidad. Apenas lo alcanzamos, ya queda abolido. El objetivo que daba
sentido, pasa a ser un hecho como cualquier otro, tan insignificante como
todos. Todo logro con el tiempo se vuelve rutinario, y se comienza con un nuevo
objetivo, con una nueva meta, en un ciclo sin fin que nos mantiene despiertos,
ocupados, satisfechos en todo caso, pero no necesariamente felices.
La felicidad es una cosa muy diferente de la
satisfacción, de los instintos o de los apetitos. Cada cual tiene los placeres
que se merece, y que fundan también la felicidad que se ambiciona. Para un
individuo de aspiraciones elevadas, no todas las satisfacciones son iguales. Es
mejor ser un hombre insatisfecho que un cerdo satisfecho, un Sócrates
insatisfecho que un imbécil satisfecho.
La felicidad no se trata de lograr un objetivo sino de
buscarlo. No se trata de alcanzar un blanco, sino de apuntar bien. No se trata de
un destino, sino de un recorrido. No importa el final del camino, sino el cómo
lo transitamos, lo que sentimos mientras nos acercamos, lo que somos mientras
caminamos. Lo importante no es ir a
alguna parte, sino saber dónde estamos. En la búsqueda y en la
expectativa radica la felicidad. El placer viene de progresar poco a poco hacia
la meta, y no de alcanzarla. Como citaba Shakespeare: “Las cosas ganadas están
hechas, el goce del alma yace en hacerlas”. La meta siempre está por llegar, la
felicidad, en cambio, siempre está presente. La meta es objeto de una
esperanza, la felicidad, en cambio, de una voluntad. El que sabe vivir, el
hombre feliz, actúa sin meta, apunta al blanco con tanta mayor precisión cuanto
más indiferente le resulta alcanzarlo.
Lo mismo sucede con el sentido que le damos a nuestras
vidas. ¿Por qué nuestra vida debería tener un sentido? ¿Para qué deberíamos
buscarle un objetivo? La acción debería
ser suficiente, el deseo debería ser
suficiente. No hay que amar la vida porque tenga un sentido, sino que adquiere
sentido para nosotros porque la amamos. La verdadera finalidad de la vida es
vivirla, recorrer el camino de manera armónica, superar las limitaciones y
alcanzar nuestros sueños más grandes, y no los ideales que esta sociedad
cargada de materialismo nos propone. La vida es un juego, y la finalidad de
todo juego es jugar, disfrutar del proceso, no solo ganar. ¿Por qué vivimos?
Para transmitir, para continuar y
transformar aquello que hemos recibido, para disfrutar y alegrarnos, para amar,
para luchar, para crear, para aprender a vivir, para ser felices.
LAS OPCIONES
Gandhi dijo alguna vez: “La felicidad se alcanza
cuando lo que uno piensa, lo que uno dice y lo que uno hace están en armonía”.
Con todo el respeto que este gran hombre se merece, no estoy del todo seguro en
que tenga razón. Quizás él, dueño de un espíritu generoso y lleno de buenas
intenciones, conseguía su felicidad en esa armonía, en esa coherencia. Pero cuánta
gente distinta hay en este mundo que piensa, dice y hace coherentemente. Desde los piqueteros que
cortan las autopistas hasta los nazis que exterminaban judíos, la mayoría cree
que son buenos y que tienen buenas razones para realizar sus acciones. ¡Cuántos
intolerantes, necios, mediocres hay en este mundo que actúan de igual manera! ¡Cuánta
gente mala, resentida, envidiosa, llena de odio, sigue el mismo camino! ¡Cuántos
imbéciles, creyendo ser dueños de la verdad absoluta, condenan vidas ajenas cual paladines de la
justicia, mientras piensan, dicen y hacen en armonía con sus ideas obtusas!
¿Pueden ser felices en ese pedestal sobre el cual miran a sus juzgados? Cuántos de estos jueces se jactan
de su coherencia, de su superioridad moral, de su ausencia de arrepentimiento,
“¡No doy marcha atrás!“, se les escucha decir.
¡Cuánta estupidez! La vida funciona como un automóvil, si no tenemos marcha atrás
no podemos llegar a ningún lado. ¿Cómo volvemos cuando equivocamos el camino?
¿Cómo corregimos nuestros errores sino podemos volver atrás? ¿Cómo aprendemos sino podemos corregir nuestros
errores? ¿Cómo podemos ser felices sin aprender, sin cambiar, sin crecer? Son
éstos mismos jueces quienes repiten con
insistencia: “¡esto es blanco o negro!”, limitando su vida siempre a sólo dos opciones.
La mayoría de las personas tienen una forma de pensar muy parecida a los
patrones informáticos binarios, basados en una lógica básica, perdiéndose así
la magia de la vida. ¿Por qué?
No podemos
elegir porque nuestras mentes estrechas
solo ven un camino, porque el estímulo y la respuesta condicionada que
ejercitamos durante años empañan nuestras elecciones. No somos muy diferentes a
un perro, que no puede elegir, a menos que logremos romper las rígidas cadenas de nuestras cabezas. ¿Cómo
podemos decir que hemos vivido plenamente cada día, por el simple hecho de
experimentar todos los días las mismas
emociones a las que nos hemos hecho adictos?
Vivimos repitiendo y repitiendo, nuestros actos, nuestros
comportamientos, nuestras emociones. A veces nos volvemos tan adictos a los
hábitos de nuestra vida que no podemos corregir nuestros errores aunque los veamos, que no podemos dejar el
trabajo aunque no nos guste, que no podemos dejar a nuestra pareja aunque no
nos sirva. La repetición es lo contrario de la evolución, para evolucionar
debemos aprender. Los dinosaurios se extinguieron por no haber evolucionado,
por no haberse adaptado. Eran prisioneros de sus instintos. Por ello hay que
improvisar, adaptarse al terreno, lo que implica caminar; recuperarnos de nuestras
caídas, lo que implica levantarse; corregir nuestros errores, lo que implica
dar marcha atrás; curar nuestras heridas, nuestros prejuicios, lo que implica pensar.
El conocimiento, la empatía, la diversidad, la
flexibilidad de nuestras mentes, son las
llaves que desbloquean los sistemas
dogmáticos de creencias y abren la puerta a realidades cada vez mejores. La
vida está llena de colores como para limitarla sólo a dos. Pobre del que solo
ve blanco o negro, sus posibilidades de felicidad se reducen ampliamente. Cuando
pensamos, lo hacemos escogiendo posibilidades que están a nuestro alcance;
quien ve más posibilidades hace una elección mejor, piensa mejor. La clave de
nuestra felicidad se basa en ampliar el campo de visión de posibilidades. Los
colores de la vida nos permiten tener sueños más grandes, más opciones, más
chances de ser felices. Cuando se expanden nuestros límites es cuando nos sentimos felices. Cuando nuestros
límites se contraen, nos volvemos
infelices, quedando identificados con una pequeña larva. La vida es una
elección, una continua adaptación a lo nuevo, a lo imprevisible, es
elasticidad. Lo contrario significa rutina, hábito, principio de muerte. Si la gente pudiera ver
toda la acuarela de colores, si supiera cual es el potencial de la vida, si
conociera otros estados de la
conciencia, más allá de soñar, de dormir, del placer, de juzgar, sería mucho
más feliz de lo que es.
Estamos aquí para ser creadores, para llenar el
espacio con ideas y multitud de pensamientos. Estamos aquí para hacer algo de
esta vida. Para hacer algo de nosotros mismos. Si seguimos con los mismos
pensamientos, con las mismas experiencias, jamás evolucionaremos como seres
humanos. Crear, evolucionar, romper con antiguos patrones, ser magos. El hecho
de ser creadores, de que en verdad podamos crear nuestra experiencia de vida,
nuestra realidad, el hecho de que tengamos esa capacidad, señala la razón de la
felicidad.
Me quedo con una máxima de Epicteto: “No pretendas que
las cosas ocurran como tú quieras. Desea, más bien, que se produzcan tal como
se producen, y serás feliz”.
DESAPARECER
Recuerdo una bella película, “Billy Elliot”, donde un
niño luchaba contra los prejuicios de una sociedad conservadora por bailar
danza clásica. En su audición le preguntaron qué sentía cuando bailaba. Me
quedó grabada la respuesta: “desaparezco”, contestó. Existe un estado de bienestar, ligado a las
habilidades de cada uno, que los psicólogos modernos llaman “FLUIR”. Puede aparecer en un deporte, en momentos
intelectuales, en la lectura, en el arte, con la música, hasta en nuestro
trabajo. Es un momento donde nos
dejamos llevar por un estado de admiración y desconcierto, donde quedamos profundamente absortos en lo
que estamos haciendo, donde nuestra conciencia se funde con nuestros actos,
donde estamos disueltos en algo completo y grandioso, donde no pensamos en el
éxito ni en el fracaso, donde solo nos motiva el acto mismo. Es un estado de
éxtasis donde sentimos que casi no existimos, donde nos olvidamos de nosotros
mismos, donde todo fluye por sí mismo. Todo aquel que lo haya sentido sabe de
lo que estoy hablando. ¡Qué es la felicidad sino desaparecer! Desaparecer de
los problemas, de las personas que nos rodean, del mundo. No sentir dolor, no
sentir placer, no sentir nada, solo desaparecer. Desaparecer mientras uno hace lo que le gusta, mientras ama,
mientras vive. Desaparecer mientras somos felices, ser felices cuando
desaparecemos.
VOLUNTAD
Y LUCIDEZ
La felicidad y el optimismo son dos caras de la misma
moneda. Sería muy extraño encontrar a un pesimista feliz o a un optimista
infeliz. Ser optimista es tomarse las cosas por el lado bueno, o pensar, cuando
son dolorosas, que ya se van a arreglar. Ser optimista es construir, ser
pesimista es destruir. Siempre es más fácil destruir que construir, por eso la
mayoría de las veces somos pesimistas, por eso nos cuesta ser felices. Ser
optimista es actitud. Ser feliz es
actitud. Lo que nos hace actuar no es la esperanza, sino la voluntad. Los que
hacen que las cosas cambien no son los que esperan, sino los que luchan. La
felicidad pertenece a la voluntad y no a las circunstancias, pertenece a
nuestros pensamientos y no al mundo que
nos rodea. Podemos pensar lo peor pero luego debemos actuar para evitarlo. Nos
puede pasar lo peor, pero debemos actuar para revertirlo. Siempre es necesario
remontar la pendiente en lugar de dejarse arrastrar, siempre aspirar a la
alegría más que a la tristeza, siempre gobernarse en lugar de abandonarse. No
dejaremos así de morir, de sufrir, de envejecer, pero habremos vivido más y
mejor. Alegrarse de vivir y de luchar, si eso no es la felicidad, ¿qué es la
felicidad?
Actitud entonces, pero a condición de no sacrificar
por eso ni un gramo de lucidez. La lucidez es el primer paso para la felicidad.
La verdad vale más que la felicidad. ¿De qué sirve creernos felices mintiéndonos a nosotros mismos? Una felicidad
hecha de ilusiones sería una falsa felicidad. Solo hay felicidad verdadera en
la verdad. Saber distinguir lo que depende de nosotros de lo que no, lo que
puede cambiarse de lo que no, lo real de lo imaginario, la verdad de la
ilusión. Ver las cosas como son, para luego poder transformarlas. Al buscar la
verdad encontraremos la felicidad, y no al revés.
LA
ESTABILIDAD
Quizás la felicidad consista en tratar de mantener
cierta estabilidad emocional, donde, aún con altibajos, aún con penas y
problemas, la alegría sea inmediatamente posible, donde el placer pueda surgir
todos los días, donde el amor exista
en todo lo que hacemos, donde la felicidad
sea inminente en cada acto de nuestra vida.
Así como las plantas necesitan ciertas condiciones
para existir (tierra, sol, agua), nosotros necesitamos una buena base emocional
para ser felices. Necesitamos arriesgarnos, sufrir, equivocarnos, para así
aprender, para así ganar la experiencia necesaria, para así hacernos de las
herramientas vitales que nos permitan ser felices. Arriesgarnos a sufrir,
sufrir para aprender, sufrir para estar mejor, sufrir para ser felices. Necesitamos
cimientos fuertes y flexibles que aguanten los sismos que se nos presentan en
la vida. Necesitamos la madurez necesaria para saber cuándo debemos reír y
cuándo debemos llorar, para saber que no todo dura para siempre, para saber
disfrutar de todo mientras dure, para poder recordar con alegría cuando todo acabe.
Jacinto Benavente decía: “La felicidad no existe en la
vida, sólo existen momentos felices”. En algo tiene razón, la felicidad no es
permanente. La felicidad es una emoción, y como todas las emociones, es
efímera. Quizás la felicidad sea entonces la estabilidad que nos permita disfrutar de esos
“momentos felices”. No debemos creer en una felicidad permanente, continua,
estacionaria, perpetua. Esa felicidad es
solo un sueño. Incluso cuando somos felices tenemos momentos de cansancio, de
tristeza, de inquietud. La soledad, el vacío, la angustia, también forman parte
de nuestra vida, al igual que el placer, al igual que el amor. La vida es un paquete completo, con trabajo y reposo, con
placer y dolor, con risas y llantos, con felicidades y desgracias. Así debemos
aceptarla, así debemos ser felices, de
eso se trata.
CONCLUSIONES
Seguimos pensando que la felicidad o la infelicidad
están inducidas por las emociones desatadas por los demás, por los miedos
provocados por el trabajo, por la seguridad que nos da el dinero. Tendemos a
creer que la fuente de la felicidad como la de la desgracia depende del resto de la manada. Subestimamos nuestra
existencia, sin darnos cuenta que en nosotros yace nuestra felicidad.
Podemos ser felices en la riqueza y en la pobreza, en
nuestro trabajo o en nuestro hogar, en pareja o en soledad, con o sin hijos, con
o sin objetivos, en cualquier actividad que emprendamos. La felicidad implica
descubrir quienes somos, cuanto valemos, que queremos. La base de nuestra
felicidad está en lo que hacemos y en cómo amamos, lo que se resume en dónde
trabajamos y en las personas que tenemos a nuestro lado. Podemos ser felices en
muchas circunstancias, sin muchas condiciones, pero siempre sintiendo placer,
siempre en la verdad, siempre con lucidez, con libertad, con optimismo, con
voluntad, siempre sabiendo que podemos equivocarnos, siempre viendo todos los
colores, desapareciendo cada vez que podamos, siempre amando, siempre
creciendo, siempre viviendo.
La felicidad no tiene fórmula, o tiene miles, cada uno
debe buscar la suya. No todo el mundo es feliz de la misma manera. No todos los
hombres son felices con la misma felicidad, no toda felicidad es para todos los hombres. La
felicidad no es algo que se pueda obtener, encontrar o alcanzar directamente. La
felicidad no es un ideal, sino un
proceso, siempre aproximado, siempre inestable. Es una experiencia y a
cada uno le corresponde inventar la suya. Es una relación, pero no con
los otros, sino en nosotros, entre lo que somos y hemos sido, entre lo que
somos y queremos ser, entre lo que deseamos y hacemos. La felicidad no es una meta,
sino un medio, un camino. No es absoluta, sino relativa, siempre parcial, nunca
completa. No hay que soñarla, no está hecha, hay que hacerla, hay que construirla,
hay que crearla. ¿Por qué? ¿Para qué?
La vida es pasajera, en algún momento se nos termina,
tiene un final impredecible, nadie sabe cuánto tiempo le queda. La mayoría de
nosotros morimos y no somos felices. Lo menos frecuente en este mundo es vivir,
la mayoría de la gente solo existe. Si fuésemos inmortales, aún sin ser
felices, tendríamos tiempo de esperar, pensaríamos que la felicidad nos llegaría
algún día. Si fuéramos felices, aquí y ahora, nuestra vida bastaría para colmarnos,
aceptaríamos morir. Pero saberse mortal sin considerarse feliz, es una razón
suficiente para luchar, para cambiar, dos acciones claves para lograr la
felicidad. Nunca vivimos, sino que esperamos vivir. Al prepararnos
constantemente para ser felices, es inevitable que no lo seamos nunca. A fuerza
de esperar no vivimos nunca. ¡Basta de esperar! ¡A esperar menos y a querer
más!
¡Que no predomine en nuestra vida la rutina, la desidia, el dogmatismo, el
rencor! ¡Luchemos por la renovación, la
voluntad, la empatía, el amor! ¡Hagamos que la vida nunca pierda su color! Sólo
nos aguarda la nada, razón de más para inventar lo mejor siempre. Esta vida es
nuestra única oportunidad, no la desperdiciemos. Goethe lo vio claramente: “La
vida es corta, no la hagamos también pequeña”.
Podemos hacer lo que queramos, lo difícil es querer hacer algo. Somos
los únicos responsables de nuestro destino. Nosotros somos nuestro principal
impedimento para ser felices. Aprendamos a vivir, antes de que sea demasiado tarde.
¡
Javier Ávila, Médico y filósofo. Pensador.