Yo soy Carmela, una adolescente de manual en cuanto a mis
conductas, y de diván en cuanto a mis pensamientos. No los guardaré para mí,
los entrego al devenir de sus ideas y sentimientos.
Me importan demasiado las palabras. Escribir y hablar para
mí es un acto de valía y transformación. Soy bastante reservada en sociedad, no
me gusta hablar por hablar, ni hablar con cualquiera, aunque muchos piensan al
verme comportar de ese modo que soy tímida. Y es cierto, algo de timidez hay si entendemos por timidez ese miedo a las
opiniones que los otros puedan tener de nosotros mismos. Que bárbaro, definitivamente
soy tímida, me aterra la cantidad de personas indignas de mi conversación que
andan dando vueltas. Y sí, a los tontos les tengo miedo. Igual creo haber superado
algo esta dificultad en mi casi década y media de vida.
Recuerdo una vez en
jardín de infantes, (ahora existen salitas de 2, de 3, de 4… resulta que cada vez bajan más la edad de
institucionalización de las personas,
¿será que los padres una vez cumplido el mandato de trascender los
genes, desean desligarse de los pobres niños?); bueno, la cosa es que yo iba a
jardín, tenía cuatro años cuando comencé. Mi timidez era extrema, no hablaba,
no reía, me limitaba a jugar con los bloques de madera y a repetir canciones en
grupo tales como “a guardar, a guardar… cada cosa en su lugar…” De tan pequeño
te enseñan ya a ordenar, a dejar todo en
su lugar, te van creando un esquema en la cabeza de orden que resulta cada vez
más complejo conservar cuando los aspectos de la vida se van multiplicando cada
año. La situación fue que un día, mis ganas de hacer pis eran tremendas, y
debido a mi limitada conducta social no me animé a pedir permiso a la señorita para que me
autorizara a retirarme al baño. ¿Tenía miedo a hablarle o a referirme a una
conducta que me había sido enseñada como privada, motivo por el cual me costaba
expresarlo en público?
Tal es así que, actualmente, para superar el escollo de
imposibilidad de pedir permiso realizo con frecuencia el siguiente ejercicio de empatía: A veces, hago un
ejercicio para sentir cómo sería ser otra, imposto una cara y la percibo desde
dentro, imaginando cómo se ve, como imitando un gesto de alguna persona que me
resulta desagradable. Lo hago para tratar de ponerme en su lugar y dejar de
detestarla, y de ese modo practicar diferentes personalidades para flexibilizar
mi carácter. Entonces retuerzo la boca y frunzo la nariz, me siento fea, muy
fea y mala. Este ejercicio hago en mi
presente para evocar aquel mal momento en que la timidez me encerró en mi
cuerpo; y noto que no hay mayor ridiculez en la vida que un adulto sonrojado.
Qué horror. No me enamoraría de alguien
que se sonroje siendo grande…
Y a propósito de las cuestiones culturales que me perturban,
voy a confesar algo que se me viene a la cabeza respecto a una situación que
todos añoran, pero a mi me inquieta y desequilibra. Me refiero a las vacaciones
escolares. Si bien no estoy de acuerdo con que a los niños les bajen cada vez
más la edad de institucionalización, no me gusta la idea de contar tampoco con tanto tiempo de vacancia, pues,
asumo que en esos meses de disponibilidad full
time para la libertad tomo una
actitud de éxtasis peligrosa para el
presente que vivo. Voy a ser más clara. Cuando una goza de tanta libertad, sin
horarios, sin exámenes, sin conflictos con los pares con lo que una se ve
obligada a relacionarse, sucede que una entra en un mundo de amplitud mental
tan grande que se pierde el sentido de
la autoconciencia del tiempo. Entonces, con tantas horas para jugar me olvido
que el presente va transformándose rápidamente en futuro, y como no hay fechas
más que las asignadas por la cultura para celebrar algo, me entrego al devenir
en el barco de la pérdida de conciencia sobre mí misma. Peligro.
No quiero perder conciencia, no quiero. Si la pierdo
entonces llego al futuro sin darme cuenta, y ahí “¡sácate!”, ganan poder las
premoniciones de mamá: ¡Si no estudiás vas a ser una burra, no vas a poder
conseguir un buen trabajo, no vas a llegar a ser alguien! Lo cierto es que a mí
no me resuenan esas palabras como eco de mamá dado que ella no me las dice, yo
las escuché en varias oportunidades de la boca de las mamás de mis compañeras y
amigas. Mamá no me las dice. No me las dice porque yo no necesito normas
externas de aprendizaje, y aunque ella no lo sabe creo que lo sospecha. Igual
jamás se imaginaría el mundo que llevo dentro, tal vez porque le queda cómodo
que yo sea así. El tema es que he descubierto que esas palabras de anticipo de
fracaso, que todas las mamás pronuncian para garantizarte un futuro
prometedor, son tan sólo un “ slogan”
adulto. Leí justo ayer en el periódico que papá lee en su PC, pues a nuestro dulce hogar de resabio de clase media argentina
aún no ha llegado la tablet, que “el
estudio no garantiza el pleno ejercicio de la profesión” y que “en el país se
requieren más ingenieros y menos
abogados.”
Qué cosa, ¿verdad?
Igual detrás de aquel slogan de los padres, existe otro peor, que tiene que ver
con la idea de que no se requieren abogados. Yo creo que hasta tanto y en
cuanto la gente no conozca las leyes que los rigen, o existan conocedores de
las leyes que las infringen, habrá abogados. Me parece que la idea que subyace
a ese titular es que en realidad, el gobierno quiere meternos en la cabeza que es tan grande el desarrollo
industrial que ha logrado durante su
gestión, que se requieren por eso muchos ingenieros para sostener ese modelo de
desarrollo. Creo que en definitiva se trata de mentiras sobre mentiras, y todos
terminan hablando de mentiras porque su capacidad de abstracción está mediada
por la escuela ordinaria, no por la individualidad,
que por suerte yo he creado en mí y me
permite escapar a las formas de tremenda y sutil opresión que operan mediante
el proceso de institucionalización, y a través del cual todos terminan hablando
de los mismos temas, y en un mismo marco teórico: “Necesitamos un Estado que
nos ordene”.
Habiendo ubicado un poco mi tensa situación intelectual en el contexto dialéctico de lo que se llama
realidad, quiero decir que no todo es intelectualidad en mi vida. Aunque a
veces eso parezca puedo ser también una chica normal, o bien, casi normal. Si
entendemos por normal, claro, a alguien que vive ordinariamente su vida sin
tanto cuestionamiento existencial. Y como siento que puedo hacerlo, les contaré
en este espacio sobre lo que hace esta chica en sus catorce años: sus amores,
ganas, miedos y pseudo seguridades. Espero
no disientan tanto conmigo, ni culpabilicen a mis padres por lo no hecho o
hecho mal en mi crianza. Con catorce años ya me hago cargo de la persona que
yo, a pura conciencia, he querido construir.
Para concluir este primer acercamiento a ustedes, adelanto
que el escenario donde transcurre la mayor parte de mi vida como ser normal o
chica ordinaria es en un pueblito llamado Los Molinos, al pie de las sierras
cordobesas. Lugar de ensueño y vigilia agitada. Lugar donde todos los veranos
nuestros padres y tíos nos soltaban como fieras salvajes dispuestas a arrasar
con la naturalidad del campo. Como hacen todos los niños, claro. Todos los años
y durante tres meses, los que duraban la largas vacaciones escolares, éramos libres en ese pueblito. Hecho que me
salvaba de un tiempo extremo sin obligaciones, situación que no hubiera sido
capaz de soportar si no hubiese tenido tal escenario para desplegar mis
instintos. Es ahí donde forjé, en gran medida, la extraña persona que soy. Hasta
la próxima.
Carmela
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