lunes, 4 de agosto de 2014

CARMELA I. Relatos psicológicos de una adolescente aparentemente de manual.



Yo soy Carmela, una adolescente de manual en cuanto a mis conductas, y de diván en cuanto a mis pensamientos. No los guardaré para mí, los entrego al devenir de sus ideas y sentimientos.
Me importan demasiado las palabras. Escribir y hablar para mí es un acto de valía y transformación. Soy bastante reservada en sociedad, no me gusta hablar por hablar, ni hablar con cualquiera, aunque muchos piensan al verme comportar de ese modo que soy tímida. Y es cierto, algo de timidez hay  si entendemos por timidez ese miedo a las opiniones que los otros puedan tener de nosotros mismos. Que bárbaro, definitivamente soy tímida, me aterra la cantidad de personas indignas de mi conversación que andan dando vueltas. Y sí, a los tontos les tengo miedo. Igual creo haber superado algo esta dificultad en mi casi década y media de vida.
  Recuerdo una vez en jardín de infantes, (ahora existen salitas de 2, de 3, de 4…  resulta que cada vez bajan más la edad de institucionalización de las personas,  ¿será que los padres una vez cumplido el mandato de trascender los genes, desean desligarse de los pobres niños?); bueno, la cosa es que yo iba a jardín, tenía cuatro años cuando comencé. Mi timidez era extrema, no hablaba, no reía, me limitaba a jugar con los bloques de madera y a repetir canciones en grupo tales como “a guardar, a guardar… cada cosa en su lugar…” De tan pequeño te enseñan ya  a ordenar, a dejar todo en su lugar, te van creando un esquema en la cabeza de orden que resulta cada vez más complejo conservar cuando los aspectos de la vida se van multiplicando cada año. La situación fue que un día, mis ganas de hacer pis eran tremendas, y debido a mi limitada conducta social no me animé  a pedir permiso a la señorita para que me autorizara a retirarme al baño. ¿Tenía miedo a hablarle o a referirme a una conducta que me había sido enseñada como privada, motivo por el cual me costaba expresarlo en público?
Tal es así que, actualmente, para superar el escollo de imposibilidad de pedir permiso realizo con frecuencia el siguiente ejercicio de empatía: A veces, hago un ejercicio para sentir cómo sería ser otra, imposto una cara y la percibo desde dentro, imaginando cómo se ve, como imitando un gesto de alguna persona que me resulta desagradable. Lo hago para tratar de ponerme en su lugar y dejar de detestarla, y de ese modo practicar diferentes personalidades para flexibilizar mi carácter. Entonces retuerzo la boca y frunzo la nariz, me siento fea, muy fea y mala.  Este ejercicio hago en mi presente para evocar aquel mal momento en que la timidez me encerró en mi cuerpo; y noto que no hay mayor ridiculez en la vida que un adulto sonrojado. Qué horror.  No me enamoraría de alguien que se sonroje siendo grande…
Y a propósito de las cuestiones culturales que me perturban, voy a confesar algo que se me viene a la cabeza respecto a una situación que todos añoran, pero a mi me inquieta y desequilibra. Me refiero a las vacaciones escolares. Si bien no estoy de acuerdo con que a los niños les bajen cada vez más la edad de institucionalización, no me gusta la idea de contar  tampoco con tanto tiempo de vacancia, pues, asumo que en esos meses de disponibilidad full time para la libertad  tomo una actitud de  éxtasis peligrosa para el presente que vivo. Voy a ser más clara. Cuando una goza de tanta libertad, sin horarios, sin exámenes, sin conflictos con los pares con lo que una se ve obligada a relacionarse, sucede que una entra en un mundo de amplitud mental tan grande que  se pierde el sentido de la autoconciencia del tiempo. Entonces, con tantas horas para jugar me olvido que el presente va transformándose rápidamente en futuro, y como no hay fechas más que las asignadas por la cultura para celebrar algo, me entrego al devenir en el barco de la pérdida de conciencia sobre mí misma. Peligro.
No quiero perder conciencia, no quiero. Si la pierdo entonces llego al futuro sin darme cuenta, y ahí “¡sácate!”, ganan poder las premoniciones de mamá: ¡Si no estudiás vas a ser una burra, no vas a poder conseguir un buen trabajo, no vas a llegar a ser alguien! Lo cierto es que a mí no me resuenan esas palabras como eco de mamá dado que ella no me las dice, yo las escuché en varias oportunidades de la boca de las mamás de mis compañeras y amigas. Mamá no me las dice. No me las dice porque yo no necesito normas externas de aprendizaje, y aunque ella no lo sabe creo que lo sospecha. Igual jamás se imaginaría el mundo que llevo dentro, tal vez porque le queda cómodo que yo sea así. El tema es que he descubierto que esas palabras de anticipo de fracaso, que todas las mamás pronuncian para garantizarte un futuro prometedor,  son tan sólo un “ slogan” adulto. Leí justo ayer en el periódico que papá lee en su PC, pues a nuestro dulce hogar de resabio de clase media argentina aún no ha llegado la tablet, que “el estudio no garantiza el pleno ejercicio de la profesión” y que “en el país se requieren más ingenieros  y menos abogados.”
Qué  cosa, ¿verdad? Igual detrás de aquel slogan de los padres, existe otro peor, que tiene que ver con la idea de que no se requieren abogados. Yo creo que hasta tanto y en cuanto la gente no conozca las leyes que los rigen, o existan conocedores de las leyes que las infringen, habrá abogados. Me parece que la idea que subyace a ese titular es que en realidad, el gobierno quiere meternos en la  cabeza que es tan grande el desarrollo industrial que ha logrado durante  su gestión, que se requieren por eso muchos ingenieros para sostener ese modelo de desarrollo. Creo que en definitiva se trata de mentiras sobre mentiras, y todos terminan hablando de mentiras porque su capacidad de abstracción está mediada por la escuela ordinaria,  no por la individualidad, que por suerte yo he creado en mí y  me permite escapar a las formas de tremenda y sutil opresión que operan mediante el proceso de institucionalización, y a través del cual todos terminan hablando de los mismos temas, y en un mismo marco teórico: “Necesitamos un Estado que nos ordene”.
Habiendo ubicado un poco mi tensa situación intelectual  en el contexto dialéctico de lo que se llama realidad, quiero decir que no todo es intelectualidad en mi vida. Aunque a veces eso parezca puedo ser también una chica normal, o bien, casi normal. Si entendemos por normal, claro, a alguien que vive ordinariamente su vida sin tanto cuestionamiento existencial. Y como siento que puedo hacerlo, les contaré en este espacio sobre lo que hace esta chica en sus catorce años: sus amores, ganas, miedos y pseudo seguridades.  Espero no disientan tanto conmigo, ni culpabilicen a mis padres por lo no hecho o hecho mal en mi crianza. Con catorce años ya me hago cargo de la persona que yo, a pura conciencia, he querido construir.
Para concluir este primer acercamiento a ustedes, adelanto que el escenario donde transcurre la mayor parte de mi vida como ser normal o chica ordinaria es en un pueblito llamado Los Molinos, al pie de las sierras cordobesas. Lugar de ensueño y vigilia agitada. Lugar donde todos los veranos nuestros padres y tíos nos soltaban como fieras salvajes dispuestas a arrasar con la naturalidad del campo. Como hacen todos los niños, claro. Todos los años y durante tres meses, los que duraban la largas vacaciones escolares,  éramos libres en ese pueblito. Hecho que me salvaba de un tiempo extremo sin obligaciones, situación que no hubiera sido capaz de soportar si no hubiese tenido tal escenario para desplegar mis instintos. Es ahí donde forjé, en gran medida, la extraña persona que soy. Hasta la próxima.


Carmela
                                                                                                                                                                        

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